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MIRADOR
Columna
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El mapa

El interior del país se desertiza mientras las regiones de la periferia crecen a ritmo vertiginoso aumentando la distancia entre uno y otro territorio

Julio Llamazares
Una persona pasea por Allepuz, un pueblo con 50 habitantes, en Teruel.
Una persona pasea por Allepuz, un pueblo con 50 habitantes, en Teruel. JULIÁN ROJAS

La publicación por este periódico del mapa de la evolución de la población española en el año 2017 no ha merecido ningún comentario que yo haya visto de sus opinadores ni ninguna declaración de los políticos con responsabilidad directa en el tema. Que el país siga ahondando sus diferencias no solo económicas, sino también demográficas, no parece importar a unos ni a otros, seguramente porque la mayoría residen en esa España creciente, la que cada año que pasa aumenta su población, lejos de esa otra menguante que ve cómo de día en día pierde la suya, incapaz de proporcionar trabajo y un futuro digno a quienes nacen y viven en ella. Desde hace décadas esas dos Españas se alejan más una de la otra, pese a que, en teoría al menos, una de las funciones del estado de las Autonomías es corregir sus desequilibrios.

El mapa habla por sí solo. Mientras que, con excepción de Madrid y Guadalajara (ésta por su proximidad a la capital y Madrid por motivos evidentes), el interior del país se desertiza poco a poco, las regiones de la periferia y de los dos archipiélagos crecen a ritmo vertiginoso aumentando la distancia entre uno y otro territorio. El rojo con que se pinta la pérdida de población (que contrasta con el verde de las regiones que ven aumentar la suya) delata una desigualdad que afecta especialmente a las que desde hace ya tiempo pierden habitantes y entre las que se cuentan más de la mitad. Son esa lista negra que integran Extremadura y las dos Castillas junto con Aragón, Asturias y León (estas dos últimas en caída libre tras el desmoronamiento de su principal pilar económico a lo largo del siglo XX, la minería, sin que se haya sustituido por otro), y que completan las provincias interiores de Galicia y Andalucía, salvo Sevilla, también afectadas, al contrario que sus hermanas costeras, por el virus de un mal que amenaza con desertizarlas, sino del todo, sí en su gran parte. Incluso las capitales de algunas de esas provincias pierden población, como les sucede a León, a Ávila o a Zamora.

¿Cómo corregir esto? La pregunta se la hacen a menudo los habitantes de esa España perdedora, pero la solución no la tienen ellos. La solución a la desigualdad demográfica nacional pasa por actuaciones estatales, como saben los sociólogos, pero esas también parecen casi imposibles dada la insolidaridad creciente entre los españoles, que miran cada uno por sus intereses, tanto a nivel individual como territorial. Mientras las comunidades más ricas sean las que más exigen, las pobres tienen muy poco que hacer. Que cada uno se salve como pueda es el mensaje.

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