Joaquín Sabina escribe una nueva canción en su vida
Tras su ronquera en Madrid, el entorno del artista cree que esta será su última gira de gran formato pero ni hablar de retirada ni de renunciar a su esencia de crápula rebelde
Joaquín Sabina nos tiene en un ay… La primera vez que alguien escucha Lo niego todo puede hacerse una idea. Es el disco más oscuro y pegado a la crudeza de la decadencia de cuantos ha firmado. Por eso, cuando anunció hace un año que se liaba la manta a la cabeza y comenzaba una gira con más de 80 conciertos, su público alternó una alegría y un suspiro. A partes iguales. Con una pregunta inquietante: ¿podrá? Pues, como admite en Quien más quien menos, la cosa quedó con un pie en el tango y otro en el ojalá.
Un maratón así, a sus 69 años era un riesgo… Un esfuerzo físico y anímico –cantar ciertas letras resulta una temeridad que carga el diablo–, bien podía acabar en descalabro. Casi. Sería injusto decir que no llegó. Se quedó a cuatro de la meta, pero cumplió con creces la inmensa mayoría de compromisos en España, América y Europa.
A trancas y barrancas, bien es cierto. Con suspensiones en México, con el incordio de un trombo que le hizo cancelar A Coruña. Con miedo, cuidado, agotamiento, reservas y recetas que no siempre atiende. Los médicos le repelen y ya sólo acude a una consulta cuando el dolor le paraliza. Come poco pero bebe y fuma mucho. Resiste tratando de ser fiel a sí mismo. Paradójicamente, contra lo que pueda parecer, conserva una salud que lo mantiene activo después del marichalazo en forma de ictus, una operación de divertículos que le afectó al estómago y reiteradas negativas a someterse a tratamientos continuos.
No sólo fueron molestias físicas las que le agarrotaron el otro día. También emocionales. Se enfrentaba al miura de Madrid. Y lo lidió, pero temblando. Lo dicho, no engaña. El disco es pura transparencia de lo que le atraviesa y le quema, de la lucha interior que libra contra lo que desea y lo que realmente puede dar. De alguien cuyos anhelos, más que en el futuro, quedan atrás, en el baúl barnizado con triunfos de su abismal pasado con excesos.
La noche del sábado 16 fue un calvario para Joaquín Sabina. Al salir al escenario del WiZink Center y al abandonarlo. “Lo que menos podía sospechar que le fallara iba a ser la voz. Y le falló”, comenta su pareja, Jimena Coronado. Los músicos de cabecera lo veían extraño y errático. Se le entrecortaban las cuerdas y no medía los lagrimales. Se dirigía al público como previniendo el desastre. Hablaba de la vejez como esa gran putada, admitía que no estaba cuajando un buen concierto. Y de nuevo, transparente y cabal, lo explicó mejor que nadie: “Hay veces en que los cables de la garganta se cruzan con los del corazón…”.
Se retiró al camerino en mitad de Y sin embargo, dejándola a expensas del coro con 16.000 almas que la cantaba con desgarro, pero desconcertadas. Allí, entre los suyos, encerrado, se desesperó, dijo que no podía seguir, canceló la cita que tenía con sus amigos y se fue a su casa. No salió ni a despedirse y muchos, como él mismo dice en No tan deprisa, cosieron su estrella en la bandera del desertor.
Pero no pudo. Le resultó imposible. Fue mayor la rabia que la vergüenza. La desesperación de comprobar que las fuerzas no le respondían, la rebeldía íntima de tener que aceptar el hecho de que quizás no vuelva a verse en otra similar. Ni en Madrid ni en ningún sitio, dentro de ese formato grande. La conciencia de que la parálisis puede llegar de golpe. La certeza de un adiós a mucho de lo que ha sido. Y un buenos días a otros horizontes más adecuados a sus reservas.
Pero es que el éxito que desde su salida tuvo Lo niego todo lleva sus servidumbres. Empujaba a echar la casa por la ventana y arrasar en grandes aforos. Quizás, a partir de ahora, deba replantearse sus apariciones. Hacia teatros más pequeños, donde no se vea obligado a forzar tanto la máquina. “Desde luego, a menos conciertos, aunque nada de retirada”, asegura Jimena. Pero con esperanza: “Se pasó dos días llorando. Ahora quiere volver a escribir canciones, pasar página y componer este verano”.
Su amigo Benjamín Prado, autor con el de las últimas letras, quita hierro e incide en la coherencia que tiene lo ocurrido: “La gira ha acabado como empieza el disco, todo un monumento a la vejez y a la decadencia”, asegura. “No pasa nada. Yo vi a Dylan hace años en estadios de fútbol y el otro día disfruté de él en el Auditorio Nacional”. Prado conoce bien la generosidad de Sabina. Sabe que en su idea de la lealtad pasa por deshonrarse a sí mismo antes que a un colega y que si debe arremangarse para que lleguen ingresos que ayuden a quienes se encuentran en apuros, lo hace.
Se ha hablado mucho de su falta de cumplimiento, de su absentismo en los ensayos, de que quedar con él conlleve a menudo el misterio de si aparecerá o no. De esa anarquía como ideario y método, llevada al extremo. De los desparrames que se montaban en su casa a la que buena parte de sus amigos entraba con llave propia cuando les daba la gana. Pero en Sabina cuenta también la responsabilidad de tirar de un carro del que viven muchas familias: músicos, técnicos, asistentes. Y no quiere defraudarlos.
Que la sombra de Montoro le persiguió con Hacienda y entró en el radar de autores bajo vigilancia, ha pesado. Lo canta él mismo en Lo niego todo. “He defraudado a todos, empezando por mí”, dice. Pero pesa más la obligación hacia su gente. El problema ahora son las fuerzas. Está decidido a intentar otro disco, eso que en él siempre ha sido un enigma. Para este último ha resultado crucial la ayuda de Leyva con la música, que se lo produjo en tiempo récord, junto a la complicidad de Prado en las letras.
Ya muchos lo equiparan a la leyenda de 19 días y 500 noches. Lo que cada vez parece más probable es que reducirá sus giras y apariciones para dedicarse a lo que más le gusta: leer sus colecciones de incunables, otear lo que se avecina en periódicos, poner la oreja en la tele realidad, entregarse a sus aficiones taurinas, futboleras, literarias, cinéfilas y musicales, disfrutar de los amigos en Madrid y en Rota (Cádiz), de sus hijas y de Jimena Coronado, su pilar… Y, recalca ella, escribir. Vivir más tranquilo, en suma. Como se retrata en Sin pena ni gloria: “León atado a una noria, valiente a toro pasado, fugitivo enamorado, feliz sin pena ni gloria”.
Nunca amargado dentro de esa profecía que se infringe a sí mismo en Lágrimas de mármol, otra canción de su último disco: “Acabaré como una puta vieja hablando con mis gatos”. Quizás sí, pero es más probable que no le falte quien se preste a darle conversación.
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