Infancias perdidas, adolescencias malgastadas
Muchos padres dicen que sus hijos están siempre enfadados, aunque en el fondo, creo que no hay nada más fácil que hacer reír a un joven
Nada más pensar en esa etapa de la vida de los hijos que es la adolescencia nos vienen a la cabeza un montón de calificativos, mayoritariamente negativos. De hecho, puede ser una auténtica pesadilla para toda la familia si el chico o la chica tienen una adolescencia, digamos, intensa. Los adultos pensamos muy mal de los jóvenes, incluidos los propios padres, quienes a menudo también contribuimos a extender esa imagen deteriorada de la pubertad. Solo hay algo peor que un adolescente: un ni-ni. ¿Exageramos o de verdad es tan terrible la adolescencia?
Durante años he sido especialmente sensible a lo que contaban otros padres sobre sus hijos adolescentes. Recuerdo una vez, hace unos doce años, a una madre de un adolescente y de un niño de dos años que me explicaba por qué su hijo mayor la necesitaba más que el pequeño, aunque nos parezca lo contrario. Argumentaba que al bebé lo podía dejar tranquilamente en la guardería hasta la tarde, pero el chaval a las dos o las tres ya acaba las clases y a partir de ese momento, alguien tenía que estar pendiente de él y de saber en qué ocupaba su tiempo.
Hasta entonces nunca lo había pensado, pero lo que contaba aquella madre es completamente cierto: es más sencillo “colocar” a un bebé que a un chiquillo de doce años. Es fácil no ocuparse personalmente de un niño pequeño, externalizar sus cuidados, hasta llegar incluso a perderse su infancia. Así que hay que estar listos para cuando ya no se pueda “colocar” al niño, para que la libertad no les desborde y desoriente. Por eso es fundamental ir dándoles poco a poco independencia, para que aprendan a ser responsables de su tiempo y sus actos.
De hecho, cuando los hijos salen de casa nunca sabes a ciencia cierta qué estarán haciendo: descubren el mundo por sí solos, y algunas de esas cosas que descubren no son precisamente del agrado de los padres. Desde borracheras, pasando por el consumo de drogas, relaciones sexuales, o cómo ingeniárselas para que nunca nos lleguen los SMS con las faltas de asistencia a clase. Si te quieren engañar, lo harán, de eso no cabe duda. Solo te queda confiar en ellos: confiar en que estarán en clase, que de verdad estarán pasando la noche en casa de ese amigo que te han dicho o que sabrán divertirse sin consumir drogas.
Pero ¿cómo podemos los padres confiar en nuestros jóvenes imprudentes? Hay bastantes cosas que se pueden ir haciendo antes de que llegue la temida edad del pavo para que tengamos una mínima tranquilidad y podamos confiar en que la educación que les hemos dado es una buena educación, que sabrán elegir a sus amigos, que serán capaces de decir que no cuando les propongan algo que no les convenga, que encontrarán su lugar sin sentirse presionados por los demás.
Por todo esto, creo que durante la infancia tenemos que educar pensando en el medio y largo plazo, y no solo en lo inmediato, en la salida fácil. Cuando son pequeños es el momento de sentar las bases que prevengan los comportamientos más disruptivos de la pubertad. Bases que además hay que alargar en el tiempo, cuanto más mejor, y que son ampliamente conocidas por todos, pero que parece que no acabamos de creernos que sean tan importantes, y a veces por falta de tiempo, o por haber abusado de la externalización del cuidado de nuestros hijos, no conseguimos que calen en nuestra vida familiar.
Me refiero a una serie de hábitos familiares fundamentales, muchos de los cuales nos los recomiendan los pediatras: comer y cenar en familia con la televisión apagada, conversando; dejar los móviles aparcados durante ese tiempo y durante la noche; no instalar televisiones ni consolas en su habitación y leer, juntos o a solas, antes de ir a dormir. ¿Cómo queremos que nuestros hijos hablen con nosotros si no les damos un espacio para escucharlos? Es habitual, y preocupante, que las familias no se reúnan en ningún momento del día y que no dispongan de tiempo para charlar sin otras distracciones. Las conversaciones más importantes del día surgen muchas veces durante o después de la cena, justo antes de ir a la cama, pero para ello hay que reservar ese tiempo, como un tesoro, y disfrutarlo.
Sin embargo, una de las costumbres más extendidas entre los adolescentes es la de cenar con el móvil al lado, llevárselo a la habitación a la hora de dormir, y seguir enganchados a él hasta horas intempestivas. Si ya es complicado para ellos ajustar sus ritmos de sueño a los horarios del instituto, el uso de pantallas hasta altas horas de la noche dificulta aún más el poder dormir y descansar adecuadamente. Es más sencillo enseñarle a tu hijo que no debe llevarse el móvil a la cama desde el primer día que disponga de él, que romper el hábito una vez lo haya adquirido. A un chaval que se le ha dejado usar su smartphone, la consola, o el ordenador sin control desde siempre, no se le va a poder imponer un límite a los catorce años: esto es algo que hay que dejar establecido desde el primer momento, si no los imprudentes seríamos los padres.
Por otro lado, creo que deberíamos preguntarnos si realmente aceptamos a nuestros hijos como son, en plena edad del pavo, porque a veces da la impresión de que no. Si nuestros hijos no se sienten aceptados, si siempre los criticamos a ellos, en vez de recriminar sus comportamientos, es fácil que no se sientan queridos. Es horrible pensar que tus padres no te quieren, y muchas veces los padres no sabemos demostrarlo de la manera adecuada, los queremos y nos preocupamos por ellos, sí, pero les transmitimos el mensaje contrario. Pensamos que porque son adolescentes ya tenemos que tratarlos de otra manera, pero en realidad la diferencia no es tan grande, no son tan distintos de cuando eran niños. Si sienten que sus padres no los quieren y no esperan nada de ellos, ¿qué actitud pueden tener? ¿Con qué interés irán a clase?
El mes pasado, una profesora de Secundaria ya jubilada, con la que coincidí en un encuentro educativo, nos dejó a todos los asistentes contrariados al decir que a ella los adolescentes le parecían maravillosos. Acostumbrados como estamos a oír solo quejas de los chicos de la ESO y Bachillerato, oírla decir eso fue para mí de lo mejor de la jornada. Solo tenía buenas palabras para sus estudiantes. ¿Por qué ella sí conecta con los adolescentes y los acepta como son? ¿Cómo lo ha conseguido?
Nos contó que su secreto consistía en canalizar adecuadamente la rebeldía propia de esas edades. Y lo había hecho por la lucha por una causa justa. Así, en su centro se habían unido con una ONG para defender a los más necesitados… para que luego digan que los adolescentes no se comprometen y solo piensan en divertirse. En el instituto de esta profesora, los viernes, fuera de horario escolar, hay un buen grupo de chicos desmontando clichés y demostrando que no malgastan su adolescencia.
Y en realidad, no son solo ellos, no es algo raro que ocurra únicamente en ese instituto, este curso, en otro centro, he visto a muchos chavales de quince años trabajar duro, hasta muy tarde, en un proyecto de la asignatura de tecnología que les tenía enganchadísimos, aprendiendo a trabajar en equipo, defendiendo su trabajo, aceptando críticas y derrotas, teniendo que resistir y reinventarse cuando las cosas salían mal, aprendiendo a planificar y vender su idea, codo con codo con compañeros de otras edades, aprendiendo juntos. Hasta ahora no lo habían hecho, porque nadie se lo había propuesto o porque nadie esperaba eso de ellos. A lo mejor deberíamos tener más expectativas sobre nuestros jóvenes y darles más oportunidades para demostrarnos que pueden sorprendernos.
Muchos padres dicen que sus hijos están siempre enfadados, aunque en el fondo, creo que no hay nada más fácil que hacer reír a un adolescente. Sus frecuentes cambios de humor son desconcertantes, pero es que hasta cuando están alegres parece que nos molestan: su risa fácil, su despreocupación o su falta de miedo, nos irritan. A mí me gusta verlos reírse por todo, de manera sana, felices. Y me gusta que no tengan miedo, porque por culpa del miedo nos perdemos muchas cosas. Ya estamos nosotros para pisar el freno. La adolescencia es la última oportunidad que nos queda a los padres. Lo peor que podemos hacer sin duda, es quedarnos a verlas venir, sabiendo que después de una infancia perdida llegará una adolescencia malgastada.
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