
Los niños que hallaron la puerta secreta para salir de la esclavitud
El nuevo proyecto documental de la fotógrafa Ana Palacios describe lo que ocurre con miles de menores vendidos y explotados de Benín, Togo y Gabón cuando consiguen escapar de una vida de trabajo forzado

La trata de personas con fines de explotación es una forma moderna de esclavitud y una gravísima violación de los derechos humanos, especialmente cuando afecta a los más vulnerables: los niños. Existen 152 millones de menores esclavos en el mundo y 72 de ellos están en África subsahariana. La esclavitud engloba la obligatoriedad de la mendicidad, el reclutamiento de niños para ser soldados en conflictos, el matrimonio forzoso, el tráfico de órganos, la servidumbre doméstica… África occidental es la zona con mayor incidencia de trata infantil del mundo y hasta tres países de esta región viajó la fotógrafa Ana Palacios con el fin de documentar este fenómeno: Togo, Benín y Gabón. “Me interesaba contar el origen y, sobre todo, la salida de la esclavitud y cómo es el rescate de los menores. Pensaba que les daban de comer, les hacían practicar deporte, y dormir… Y se van. Pero no. Está desde el apoyo psicológico —hay niños que llegan y permanecen meses sin hablar ni palabra porque no pueden contar nada de lo que les ha pasado— hasta el proceso de devolución a su familia verdadera, siempre y cuando es posible”, explica la autora.
Ana Palacios (Zaragoza, 1972) es una fotógrafa documental especializada en retratar problemáticas africanas pero, sobre todo, soluciones. Su trabajo ha sido premiado, exhibido y publicado en medios de todo el mundo como Al Jazeera, Stern, Der Spiegel, The Guardian, 6 Mois o EL PAÍS, entre otros. Ha publicado tres libros: Albino, sobre las esperanzas de los albinos en Tanzania, Arte en movimiento sobre el arte como un cambio social en Uganda y Niños esclavos: La puerta de atrás, sobre la reinserción de niños esclavos en el oeste de África, que consta además de un documental y una exposición fotográfica. Estos tres últimos contenidos se presentan este jueves 21 de junio en La Cineteca del Matadero de Madrid a las 19.00 horas.
Cortesía de Ana Palacios
Todos los niños eligieron su nombre para proteger su identidad y como símbolo de su nueva vida. Esta adolescente de 16 años eligió llamarse Fleur. Le falta un ojo desde que nació, pero no por maltrato, ni abuso, ni se lo arrancaron para mendigar. “Esta es la parte más difícil de mi cruzada: que desaparezca ese concepto de África victimizado y tiranizado”, reclama Palacios, quien se queja de que este proyecto está siendo difícil de publicar en los medios de comunicación porque no es impactante, ni sensacionalista, ni morboso. “En las zonas rurales es frecuente que de los cinco, seis o siete hijos de familias extremadamente pobres, alguno sea entregado o vendido para tener una boca menos que alimentar y porque creen que ese niño tendrá una vida mejor y le enseñarán un oficio”. Es una práctica aceptada y bien vista. “De hecho, me contaban con naturalidad que ojalá pudieran vender más hijos, ignorando que así están vulnerando los derechos del niño, privándole de educación, de atención sanitaria, de vivir en familia...”, relata la autora.
Fleur, togolesa y huérfana, vivió en la calle desde los seis años. La encontraron en Nigeria cuando tenía 13 vendiendo bolsitas de agua que llevaba en un barreño sobre la cabeza. “Tiene bastantes traumas psicológicos y comportamiento erráticos, creen que la violaron o prostituyeron”, describe Palacios. La llevaron a un centro de los Misioneros Salesianos del norte Togo y, como no ha querido escolarizarse, está aprendiendo costura. Ahora tiene 17 años.

Blessing tiene 15 años, es huérfana y trabaja haciendo pasta de mandioca a cambio de comida y un suelo donde dormir que le brinda la mujer junto a ella, su propietaria. “Llego a esta situación porque las Carmelitas Vedruna tienen su centro en un mercado de las afueras de Lomé (Togo), y desde allí tratan de sensibilizar a las patronas”; explica Palacios. “Les enseñan a llevar mejor sus negocios, pero también que no es legal tener a menores de edad en propiedad. A cambio, les piden que dejen a sus niños una hora al día libre para ir a otro de los centros educativos de las misioneras para aprender a sumar, restar… Para empezar a empoderarles y darles recursos que les permitan liberarse de la explotación”.
La fotoperiodista achaca las altas cifras de esclavitud en el oeste de África a que, durante siglos, alrededor de 20 millones de africanos salieron hacia el Nuevo Mundo desde esta región. “La trata era muy frecuente y ha estado bien vista, con lo cual ahora el comercio con personas está muy arraigado. Es mucho más fácil vender niños que adultos porque son una mano de obra barata y silenciosa”, aduce.

Le Ciel y L’Amour descansan en el centro de los Salesianos del norte de Togo para niñas víctimas de trata. Antes vivían en la calle, un paso natural desde los puntos de esclavitud hasta que llegan a los centros, pues no confían en los adultos y prefieren agruparse y buscarse la vida. “Esta foto es muy simbólica por la importancia del descanso y del sueño”, relata Palacios. “Cuando llegan al centro por primera vez, les pasa que se levantan por inercia a las tres o las cuatro de la mañana y se ponen a barrer, a preparar comida… Que recuperen el descanso es parte de ese proceso de rehabilitación de los niños: que puedan estar durmiendo tranquilos hasta que haya que levantarse para ir al cole”.
¿Y cómo llegan a estos centros? “O se escapan del lugar de trabajo, o son abandonados por sus propietarios, o se pierden, o la policía o alguna ONG los rescatan. Por eso el proyecto se llama ‘La puerta de atrás’: es como una salida oculta que algunos logran encontrar, atravesar y reinsertarse en la sociedad. Es un poco simbólico porque quiero que se entienda que este proyecto no es sobre la esclavitud, sino sobre la salida de la misma”.

Durante los dos años de trabajo en este proyecto, Ana Palacios ha documentado las historias de 50 menores desde los cuatro años de edad. Como Kaki, el niño que en esta imagen juega a ponerse plastilina en los ojos en un centro de Mensajeros de la Paz en Cotonú (capital económica de Benín) y que fue abandonado en un mercado. “Es perfectamente normal y maravilloso, muy gracioso, pero no es consciente de nada”, describe la fotógrafa. “Yo le preguntaba: ¿De dónde eres? Y respondía ‘no sé’. ¿Cómo te llamas? ‘Kaki’, ¿Y cómo se llama tu mamá? ‘Mamá de Kaki’”.
Kaki tiene muy pocas esperanzas de volver a su casa porque nadie lo ha reclamado así que, pese a que lo ideal es que los menores regresen con su familia, a él se le buscará una de acogida. “Sorprendentemente, sí existe esta figura en África. Pensaba que como hay tantos padres con muchos niños y con una situación de pobreza frecuente, sería difícil que quisieran hacerse cargo de otros, pero sí existe un circuito de acogida. Son de clase media que tienen menos hijos, y también voluntarios del centro que van allí a dar comida o a estar un rato jugando y establecen vínculos emocionales con los niños”.

Es la una del mediodía, la hora de la siesta para estos niños del centro de Mensajeros de la Paz en Cotonú, pero ellos prefieren jugar antes que dormir. “Siempre es a los súper héroes: Spiderman, Superman… Es un denominador común. Leen cómics y libritos porque solo les dejan ver la tele un rato al día”, describe la fotógrafa. Durante el proceso de documentación, Palacios se dio cuenta de que la recuperación del tiempo de juego es otro de los retos para quienes han visto su infancia interrumpida. “No tienen el hábito de jugar: trabajaban, dormían y, si no vendían lo que tenían que vender, no les daban comida o les pegaban palizas”, describe. “Que entiendan que el juego es parte de su tiempo y de sus derechos era difícil. Muchos niños a los que pregunté que qué era lo mejor del centro, me respondieron que los juguetes, pero cuando les consulté por lo peor, dijeron: ‘Que no se trabaja’, cuenta sorprendida la fotógrafa. “Viven en la contradicción de que, por una parte, son niños y disfrutan de su nueva niñez y, por otra, les queda una especie de síndrome de Estocolmo. Creían que no iban a comer si no trabajaban”.
Hablando con niñas más adultas, les preguntaba: ‘¿Qué opinas de que los niños trabajen?’ Y respondían: ‘Deberíamos tener un horario regulado, debería haber un control salarial y un salario mínimo…’ Era alucinante que no dijeran que los niños no tienen que trabajar, sino ir al colegio”, completa la autora.

Ana Palacios fotografió a Lavande y Marron en el interior del coche que los llevaba de vuelta a su pueblo, en Benín, del que se fueron sin saber que acabarían siendo vendidos como esclavos en Nigeria. “Ella trabajaba de doméstica y la dejaban sin comer cuando consideraban que no había trabajado lo suficiente, y él estaba en una tienda de ultramarinos y recibía unas palizas tremendas”, comenta Palacios. Hasta que se escaparon.
Cuando un menor llega a un centro de acogida, lo primero que hacen las ONG es tratar de identificarlo guiándose por las escarificaciones de la cara o por el acento, pues muchas veces los niños no saben de dónde provienen porque les han sacado de sus zonas y se han desorientado. Posteriormente, se brinda apoyo psicológico, revisiones médicas —porque muchos han sufrido maltrato y muchas han sido violadas— y apoyo jurídico: tienen sus abogados, que colaboran estrechamente con el Gobierno para encontrar a los traficantes, denunciarlos y llegar a encarcelarlos. Luego se procede a la búsqueda exhaustiva de las familias. “Si se encuentra, se hace una labor de pedagogía y conciliación con ellas para que entiendan que no pueden entregar a su hijo. Se evalúa si el niño puede volver a la familia o no porque es muy pobre y no le pueden alimentar, o por otra razón. Si son aptos para recibirlo en casa y el menor ha superado esos traumas, tiene paz de espíritu y está listo para volver, se devuelve”, explica Palacios.

Sentado sobre el regazo de su madre, Indigo abraza a su hermano, al que vio por última vez cuando era un recién nacido. La ceremonia de la devolución de un niño a su familia es todo un acontecimiento. El menor viste de uniforme para que sea un ejemplo de que hay que escolarizarlo y su madre expresa el compromiso de que no lo va a entregar más. “Todo esto se habla delante del poblado, de manera que también se convierte a los vecinos en testigos por si ese niño vuelve a desaparecer”, narra Palacios. Durante los dos años siguientes se realizan visitas sorpresa para pillar a los padres en caso de que su hijo no esté en el cole o lo hayan vendido de nuevo… “Y ahí no les preguntan cómo están porque normalmente no hablan, ya que se encuentran en un entorno muy cautivo de su familia, así que los invitan a campamentos de verano en los que realizan una incursión más profunda para saber cómo están en casa”.
Hay chicos y chicas que una vez en casa se escapan porque viven mejor en las calles, porque pueden estar a su aire, ganar dinero… “Muchas veces vuelven a los centros porque ahí tienen sus juguetes, saben que les tratan bien y es un entorno seguro, pero las ONG tienen el compromiso de devolverlos a sus casas porque, de lo contrario, se convertiría en una práctica demasiado frecuente”, puntualiza Palacios. “Tienen que vivir con sus padres y con las circunstancias que a cada uno les ha tocado, siempre y cuando no se sobrepase esa línea de vulneraciones”.
![<p>Como el padre de Grenat no sabe escribir, firma con su huella dactilar la reintegración de su hijo en la familia ante la presencia de todos los vecinos del pueblo. La búsqueda de los parientes es la parte más costosa y difícil de todo el proceso de atención a estos menores. “A menudo las autoridades no saben qué hacer con los niños; los dan a los centros de acogida porque las estructuras de protección de la infancia solo llevan vivas 20 o 30 años. Pero las ONG tienen un criterio muy sólido de cómo ha de ser la integración de ese menor. Si no se le puede devolver a su casa, le dan una capacitación profesional para que sea económicamente independiente”. Además, las organizaciones también asesoran a los Gobiernos para erradicar la trata. “Me interesa poner en valor su labor porque es muy compleja, costosa y hay una dedicación honesta a cada niño. Este ha sido mi gran descubrimiento: no son un número; cada niño tiene su solución y su ruta de reinserción”. </p> <p>Para Palacios fue difícil limpiar el grano de la paja a la hora de determinar cuántos niños han sido devueltos. Desde que cada una de estas tres ONG [Carmelitas Vedruna, Mensajeros de la Paz y Misiones Salesianas] abrieron sus centros de acogida, algunas en 1995, la cifra de devoluciones fueron 1.527 hasta que cerré página de este proyecto”, afirma. </p>](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/OEVZ5MAEHRPXJN74BUSDOJRWYM.jpg?auth=5df8b6cd7823dabdc0cc53c82be8a08652f41632e16ed3d2d27cec5bede4d4ca&width=414)
Como el padre de Grenat no sabe escribir, firma con su huella dactilar la reintegración de su hijo en la familia ante la presencia de todos los vecinos del pueblo. La búsqueda de los parientes es la parte más costosa y difícil de todo el proceso de atención a estos menores. “A menudo las autoridades no saben qué hacer con los niños; los dan a los centros de acogida porque las estructuras de protección de la infancia solo llevan vivas 20 o 30 años. Pero las ONG tienen un criterio muy sólido de cómo ha de ser la integración de ese menor. Si no se le puede devolver a su casa, le dan una capacitación profesional para que sea económicamente independiente”. Además, las organizaciones también asesoran a los Gobiernos para erradicar la trata. “Me interesa poner en valor su labor porque es muy compleja, costosa y hay una dedicación honesta a cada niño. Este ha sido mi gran descubrimiento: no son un número; cada niño tiene su solución y su ruta de reinserción”.
Para Palacios fue difícil limpiar el grano de la paja a la hora de determinar cuántos niños han sido devueltos. Desde que cada una de estas tres ONG [Carmelitas Vedruna, Mensajeros de la Paz y Misiones Salesianas] abrieron sus centros de acogida, algunas en 1995, la cifra de devoluciones fueron 1.527 hasta que cerré página de este proyecto”, afirma.