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Columna
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Autoestima

La moral colectiva de un país es un balance entre el orgullo de los logros y el sentimiento de vergüenza de sus taras

Juan Claudio de Ramón
Hemiciclo del Congreso de los Diputados durante el debate de la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy.
Hemiciclo del Congreso de los Diputados durante el debate de la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy.Emilio Naranjo (EFE)

En 2008, en plena refriega por el Estatut, pasó desapercibido un libro que hoy convendría recuperar. Su título: La dejación de España: nacionalismo, desencanto y pertenencia (Ed. Katz). Su autora, la socióloga Helena Béjar, se propuso, a través de entrevistas con ciudadanos de diverso origen geográfico y social, auscultar el latido nacional del país. La conclusión era clara: mientras en España los nacionalismos subestatales, sobre todo el catalán y el vasco, estaban forjando identidades fuertes, basadas en la emoción, la historia y el lazo etnolingüístico, la española se caracterizaba por ser una identidad débil, insegura y desprotegida, sometida a escarnio y asociada a un campo semántico negativo: franquista, facha, españolazo, centralista, autoritario. No es que el proyecto español no fuera sugestivo: es que había pasado a connotar lo peor e indeseable. Lo cual no tenía sentido ni explicación sencilla, puesto que España, bajo cualquier parámetro, en perspectiva histórica y comparada, ha sido un país exitoso desde que la nave del Estado democrático levó anclas en 1978.

El sugerente libro de Béjar no sólo merece ser leído de nuevo; los acontecimientos ligados al Procés aconsejan una nueva edición ampliada. Porque uno de los subproductos del fallido envite independentista catalán ha sido acelerar un proceso psicológico por el cual un numero creciente de ciudadanos desea dejar de sentirse a disgusto con su condición de españoles. Se equivoca quien piense que esa nueva sentimentalidad interesa o afecta únicamente a los votantes de un partido. En la ilusión con que se ha recibido el nuevo equipo de Gobierno de Sánchez, también es posible apreciar ese renacido deseo de los españoles por gustarse. Pero estas personas, cuidadosamente seleccionadas, que de pronto restañan nuestro amor propio, ya eran españoles y ya sabíamos de sus méritos. Como dice Proust, a menudo no hacen falta nuevos paisajes sino nuevos ojos.

La moral colectiva de un país es un balance entre el sentimiento de orgullo que infunden los logros de la comunidad y el sentimiento de vergüenza que provocan sus taras e impotencias. En una sociedad polarizada como la española conviene recordar que ese equilibrio no se altera porque cambie el color de un gobierno. Por tópico que suene, desde 1978, españoles de izquierda, centro y derecha, reman juntos. El acierto o desacierto del Gobierno de turno es solo una pequeña parte de lo que somos. Porque España lleva siendo un buen lugar desde hace tiempo con el concurso de españoles de todas las ideologías. Como para recordárnoslo, la semana en que los ministros se traspasaban las carteras, se celebraba el Día Mundial de los Trasplantes: campo de la medicina en el que España lleva 26 años consecutivos siendo líder mundial en número de donantes y donaciones de órganos. Hoy como ayer, hay motivos para la autoestima, sin la cual no habrá estímulo para la automejora.

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