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Desinformación, utilidad política y libre elección

La desinformación es un fenómeno mucho más sutil y evolucionado que la mentira, puesto que es mucho más difícil su identificación, análisis y desactivación

Una mujer leyendo un periódico.
Una mujer leyendo un periódico.Getty Images

La mentira, como parte de la estrategia política, ha estado presente desde las formas primitivas de organización social y nada se ha conseguido con su denuncia moral desde Platón pasando por Hobbes o Kant hasta hoy. A diferencia de la verdad racional y factual que solo tiene una versión, la mentira y las medias verdades pueden presentarse en múltiples formas. Incluso, hoy, cuando la tecnología permite un acceso instantáneo a fuentes y datos de forma profesional nunca ha sido tan fácil y rápido detectar, contrastar y comprobar la mentira y la desinformación política. Un problema adicional en relación con la mentira política reside en que –incluso siendo identificada, desvelada y denunciada– mentir apenas tiene consecuencias inmediatas para aquellos que mienten.

La falta de consecuencias se puede explicar por un lado debido a la existencia de un cierto consenso implícito de inevitabilidad –el recurrente todos mienten– lo que tiene como consecuencia un creciente nihilismo social sin tragedia. Por otro lado, la responsabilidad no es exclusiva de quienes mienten sino también de las sociedades, que por falta de control social y de mecanismos ágiles de corrección, permiten que mentir pueda no tener consecuencias. En esto cada cultura europea tiene diferentes grados de inaceptabilidad frente a la mentira. Llegados aquí el argumento dominante es apelar al relativismo, aunque los que lo usan tienden a olvidar que el relativismo también es relativo.

Los regímenes totalitarios del siglo XX llevaron a su máxima evolución la mentira política con ayuda de las técnicas de propaganda y el uso intensivo de las tecnologías disponibles como la prensa escrita, el cine o la radio. Durante la Guerra Fría, los bloques dominantes sumaron la televisión pero mantuvieron la misma técnica de contenidos simples, populares y muy alta repetición de los mismos mensajes a una audiencia entendida como una masa uniforme. Algo similar había sucedido con el uso de la tecnología en otras épocas históricas a la hora de extender debates políticos intencionales. Durante la Revolución Francesa la imprenta fue crítica para producir opúsculos y panfletos o el papel que jugaron los grabados a la hora de extender ciertas percepciones entre los grupos sociales analfabetos.

En nuestra época post-Internet asistimos, en especial desde 2016 con el referéndum del Brexit y las elecciones presidenciales en EE UU, a la eclosión de las fake news que forman parte de esa tradición de la mentira política y la desinformación, un fenómeno este último mucho más sutil y evolucionado que la mentira, puesto que es mucho más difícil su identificación, análisis y desactivación. Lo que hoy es radicalmente diferente frente al resto de nuestra historia colectiva es que –como ha demostrado una reciente investigación publicada en la revista Science (How lies spread)– la desinformación en política genera cascadas de distribución en red que se extienden más rápido y alcanzan a más personas que la verdad por lo que son las personas, y no bots automatizados, las que extienden con mayor facilidad la desinformación y la mentira. De nuevo la intersección entre intencionalidad política y tecnología acaba modificando de manera profunda la comunicación interpersonal colectiva.

Por tanto, la fuerza principal de distribución de la desinformación –existiendo también bots y colectivos organizados dedicados a su creación y distribución– son las personas, no las máquinas. Y aunque las mentiras o fake news se pueden identificar y desactivar de manera más eficiente que nunca antes, no dejan de generarse de forma ubicua nuevas oleadas que provocan un bucle interminable de producción y desactivación exigiendo el consumo de ingentes recursos. El problema es aún más serio con la desinformación ya que se ha demostrado que su difusión tiene comportamientos muy similares a la verdad y, además, que la desinformación en temas políticos consigue más alcance y persistencia que la verdad y la mentira.

La consecuencia, quizás poco puesta en el foco de atención del debate público, es que no deja de crecer nuestra incapacidad como ciudadanos, incluso entre los más formados, para poder discriminar lo verdadero y lo falso entre la ingente cantidad de informaciones que nos impactan cada día. Esta incapacidad se incrementa aún más a la hora de desentrañar los elementos de la desinformación puesto que demandan un nivel de análisis muy superior. Lo que provoca una suerte de estrés cognitivo de forma individual y colectiva que lleva a que los individuos ante crecientes niveles de falsedad y desinformación opten por adscribirse a pensar, creer y sentir lo que decide su grupo de referencia como verdadero. Este fenómeno explica, por ejemplo, por qué a pesar del casi total acuerdo en el calentamiento global y el origen de la vida entre la comunidad científica la población de EE UU solo coincida con los científicos en porcentajes alrededor del 50% y el negacionismo climático o el creacionismo sean tomados por verdades.

La desinformación es un fenómeno más multifacético y complejo que la propaganda puesto que tiende a estar asociada con una intencionalidad política. La desinformación política, y esto es lo que lo diferencia de la mentira, incluso en su deformación siempre tiene un carácter informativo y de coacción sobre cómo las personas que pertenecen a un grupo, si quieren seguir formando parte de él, deben comprender la realidad y comportarse en la misma. Esto se ha evidenciado en las oleadas desinformativas en Cataluña, en especial, desde octubre de 2017 donde los hechos factuales incómodos han sido reconvertidos, incluso los más evidentes, en opinión intencional siempre que fuesen útiles a la estrategia independentista aún a costa de crear dos realidades divergentes y conflicto social que permanecerá durante las próximas décadas.

La desinformación solo necesita ser verosímil y, sobre todo, es útil siempre que haga más estable, coherente y resistente a la contradicción a una cosmovisión política o identitaria. Y se basa, por tanto, no en la necesidad de ser más o menos veraz o falsa sino en su utilidad, en el caso político es más evidente aún, para el grupo que la difunde. Por ejemplo, la desinformación independentista en Cataluña ha mostrado ser eficaz a la hora de ser aceptada, repetida y extendida organizada exclusivamente alrededor de su utilidad nacional. Así los hechos factuales, las imágenes y los significados han sido reducidos a dispositivos identitarios y aceptados o descartados en función de su utilidad nacional.

Con la desinformación a gran escala ayudada de la tecnología también se da un fenómeno sin precedentes: no es necesario el uso de la coerción de la mentira sino que se apela a la libertad de los ciudadanos para elegir la desinformación de manera voluntaria. La desinformación es la herencia evolutiva de la propaganda totalitaria a las democracias liberales, en nuestro mundo post-Internet, para coaccionar el comportamiento de grandes grupos sociales en un mundo cada vez más incomprensible.

Miguel del Fresno es sociólogo y filósofo. Es docente e investigador de la UNED e imparte docencia en diversos campus universitarios nacionales e internacionales.

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