Lo que ocurre en Cataluña
El separatismo en pleno es responsable de haber colocado al frente de la Generalitat a un extremista que detesta a los españoles, y sobre todo a los catalanes que nos sentimos españoles
Los plenos del 6 y el 7 de septiembre del año pasado serán recordados para siempre como el momento catastrófico en que los separatistas catalanes intentaron liquidar, desde el Parlament, la Constitución y el Estatut, aprobando las llamadas leyes de desconexión. Con su pretensión de sustraer del control jurisdiccional los actos del Govern y de la mayoría parlamentaria que lo sustenta y de instituir el propio Parlament como única fuente de legitimidad, los separatistas estaban situando Cataluña en las antípodas de la democracia constitucional moderna que, como antídoto contra el totalitarismo, prevalece en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. A los separatistas se les empezaba a caer la careta.
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Hace unos días, con la investidura de Quim Torra como presidente de la Generalitat, el separatismo se echaba definitivamente al monte del radicalismo. Puigdemont sabía perfectamente lo que hacía al designar como albacea de “su” presidencia a un supremacista que se refiere a los españoles como “carroñeros”, “víboras”, “hienas”, “bestias con forma humana”, etcétera, y que dice que “no es para nada normal” hablar castellano en Cataluña. ERC y la CUP también conocían su historial -plasmado no solo en tuits incendiarios sino en centenares de concienzudos artículos- cuando facilitaron su investidura. El separatismo en pleno es responsable de haber colocado al frente de la Generalitat a un extremista que detesta a los españoles, y sobre todo a los catalanes que nos sentimos españoles. Si un político del resto de España hubiera dicho sobre los catalanes, o sobre cualquier otro colectivo, la mitad de las barbaridades que Torra ha dicho sobre el conjunto de los españoles, quedaría inhabilitado no ya como presidente, sino para cualquier representación pública. ¿Qué hemos hecho los catalanes para merecer esto?
Quiero pensar que Torra, que iba de número 11 por Barcelona en la lista de Junts per Catalunya, nunca hubiera aguantado una campaña electoral con la impedimenta de sus artículos a cuestas; que, de no haber sido ungido por Puigdemont, jamás hubiera llegado a presidente. Me gustaría creer que alguien que, en pleno siglo XXI, dice que “la nación corre el riesgo de deshacerse como un azucarillo por culpa de la avalancha inmigratoria” y que diagnostica “baches en la cadena de ADN” a diestro y siniestro, de ningún modo hubiera obtenido la confianza de los catalanes en las urnas. Necesito pensar que muchos de los votantes de Junts per Catalunya, ERC y la CUP, conciudadanos, vecinos, amigos e incluso familiares míos, no aprueban la investidura de un sujeto que destila odio contra quienes nos sentimos catalanes, españoles y europeos.
El mecanismo coactivo ha permitido a los nacionalistas atribuirse la representación abusiva de la catalanidad y llevar a cabo una política de confrontación con el resto de España
La investidura de Torra es el tipo de cosas que efectivamente ocurren en Cataluña en virtud del fanatismo de unos pocos que se aprovechan de la inhibición culposa de muchos catalanes a los que, por otra parte, les gustaría creer que eso no puede estar ocurriendo en su tierra. El fenómeno no es nuevo. Se trata del “eterno y conocido mecanismo” del que hablaba Ortega, mecanismo coactivo que ha permitido a los nacionalistas atribuirse la representación exclusiva y abusiva de la catalanidad y llevar a cabo una política de confrontación con el resto de España que la mayoría de los catalanes rechaza. Lo que pasa -dice Ortega- es que “no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está, a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes”.
Es el mecanismo que llevó a Pasqual Maragall a retractarse en aquella ominosa sesión parlamentaria en la que le dijo a Artur Mas que el problema de Convergència se llamaba “tres por ciento”. Colérico, Mas tomó la palabra y conminó a Maragall a retirar sus palabras, so pena de retirarle su apoyo en la tramitación del Estatut. Trece años después, aquella denuncia de Maragall en el Parlament, retirada de forma vergonzante, acabaría con el extesorero de Convergència, Daniel Osàcar, condenado por diversos delitos.
Tras la investidura de Torra, los nacionalistas han reactivado el mecanismo coactivo para silenciar a quienes discrepamos de su apuesta por la confrontación, reiterada por Torra, que se ha negado a aceptar el principio de legalidad y ha reiterado que solo obedecerá al Parlament. Sin rubor, los partidos separatistas y los medios públicos y subvencionados que están a su servicio reprochan a la oposición que estemos divulgando por Europa los artículos de Torra. “¿Por qué insisten en difundirlos? ¿Les parece responsable? ¿No decían que querían recuperar la convivencia?”, le preguntan a Inés Arrimadas cada vez que la entrevistan en alguno de esos medios. ¡Nos acusan de no querer restañar la fractura social derivada de “su” proceso por dar a conocer al mundo las ideas xenófobas y excluyentes de su nuevo líder! Estamos ante la sublimación del eterno y conocido mecanismo del que hablaba Ortega. Pero esta vez han pinchado en hueso. Todo el mundo debería saber lo que ocurre en Cataluña.
Ignacio Martín Blanco es diputado de Ciudadanos en el Parlamento de Cataluña
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