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MIRADOR
Columna
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Elegía

Llama la atención la calidad y gran número de creadores de este país que han empezado a hablar de la amenaza de la despoblación

Julio Llamazares
Miravete, un pueblo de Teruel donde solo viven seis personas.
Miravete, un pueblo de Teruel donde solo viven seis personas. Julián Rojas

Vengo de Zaragoza de presentar el libro de un fotógrafo, Miguel Sebastián, sobre el drama de la despoblación de la España interior, representado en su caso por Teruel, provincia en la que sus naturales llevan ya años manifestándose para que alguien escuche su grito de socorro sin que por el momento al menos nadie parezca oírlo. En este mismo periódico se publicaba días atrás un reportaje con cifras de la tragedia de una provincia cuya capital es la única de España sin conexión directa con Madrid y que tiene comarcas enteras prácticamente desiertas.

El libro de Sebastián, que ha editado el Gobierno de Aragón, una de las regiones más afectadas por la despoblación de su territorio, constituye una elegía hecha en imágenes por unas gentes y una provincia que ven cómo sus existencias corren hacia la desaparición no solo metafórica sino real y administrativa. El título, Tierras varadas, alude a esa muerte lenta pero también a la condición de náufragos de sus pobladores, olvidados, como los de otras muchas provincias españolas (Soria, Cuenca, Zamora, Ourense…), por una sociedad que solo atiende a lo que considera moderno y productivo económicamente.

De un tiempo acá, sin embargo, han comenzado a publicitarse trabajos de escritores y de artistas que hablan de ese fenómeno que amenaza con dejar vacía la mitad de un país ya de por sí desestructurado por su geografía y su historia. Películas, libros, documentales, trabajos fotográficos y periodísticos inciden en la gravedad del problema pero se quedan ahí, en la elegía o en la lamentación romántica, pues no depende de sus autores cambiar las cosas. No son, ni mucho menos, los primeros que hablan de la despoblación, pero sí llama la atención su calidad y gran número y, sobre todo, la juventud de muchos de ellos. Pareciera como si por fin una parte de los creadores de este país hubiera abierto los ojos a una realidad ocultada durante décadas bien por complejo de inferioridad, bien por insensibilidad o mala conciencia de sus responsables. Que el fenómeno coincida con el descubrimiento por la sociedad, con sus políticos a la cabeza, de la profundidad del problema y su difícil ya solución no significa que entre unos y otros haya una sintonía más allá del relato del fenómeno, en cifras el de unos y en palabras o imágenes el de los otros. Porque el diagnóstico, aun siendo sobre lo mismo, es muy diferente: mientras los gobernantes hablan de soluciones que nunca llegan, quizá porque no las hay o, si las hay, por su dificultad y coste político, escritores y artistas se limitan a constatar la inevitabilidad del fin, a cantar la elegía de un mundo que se termina delante de nuestros ojos llevándose con él parte de este país.

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