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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando se pierde la confianza en los políticos

Una gran parte de los ciudadanos se limitan a aceptar el modo de gobierno, sin creer verdaderamente que puedan hacerse oír

Rosario G. Gómez
Mariano Rajoy conversa con los periodistas tras su intervención, el miércoles, en la sesión de control al Gobierno en el Congreso
Mariano Rajoy conversa con los periodistas tras su intervención, el miércoles, en la sesión de control al Gobierno en el CongresoChema Moya (EFE)

Nada pone más nerviosos a los políticos que los sondeos sobre intención de voto. Quienes se ven favorecidos por las predicciones aplauden las encuestas; quienes salen peor parados relativizan su valor. Además de ofrecer proyecciones electorales, el barómetro del CIS desvela la evaluación que los ciudadanos hacen de los líderes nacionales. Los resultados publicados esta semana son demoledores. Ninguno llega al aprobado. La mejor nota se la apunta Alberto Garzón (3,80) y la peor, Mariano Rajoy (2,59). Lo más inquietante no es que todos suspendan, sino la poca confianza que tienen los ciudadanos en los políticos. Más del 80% de los encuestados no tiene esperanza en los líderes del PP y del PSOE.

Los politólogos recuerdan que la base social de todo régimen se escinde siempre en tres grupos. En los dos extremos se sitúan los disidentes y los creyentes. Los primeros viven en la discrepancia permanente, los segundos se caracterizan porque son los únicos portadores del consentimiento auténtico basado en la convicción. Y entre un grupo y otro se ubican los que se limitan a aceptar el modo de gobierno, sin creer verdaderamente que puedan hacerse oír ni que esto valga la pena.

Ahí, en ese territorio apático parecen estar situados los electores. Pese al encadenamiento de escándalos, el CIS coloca al PP en la primera posición en intención de voto. En medio año el partido de Rajoy ha perdido diez puntos (del 34,5% de noviembre al 24% de abril), pero mantiene un notable apoyo y lidera, aunque raspando, las encuestas.

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Las malas calificaciones de nuestros dirigentes no son un fenómeno nuevo. El desprestigio de los políticos es un lugar común. El escritor alemán Georg C. Lichtenberg ya advertía de que cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto. Contemplar el vídeo de la expresidenta madrileña Cristina Cifuentes en el cuartito de seguridad de un hipermercado por un supuesto robo o recuperar antiguos mensajes en Twitter de quien ha sido designado para sucederla, Ángel Garrido, provoca bochorno y estupor.

 Todos, pero especialmente los políticos, deberían haber aprendido que siendo como son objeto de especial escrutinio público conviene que se presenten ante los electores con una hoja de servicios limpia. Desgraciadamente para ellos, el mundo digital permite rescatar al instante lo que se dijo, lo que hizo o lo que se escribió años atrás. El pasado siempre vuelve.

En democracia, los actos de los políticos, salvo aquellos que afectan a su vida privada y carecen de relevancia pública, son de interés general. Aún con todo, las redes sociales no pueden ser un lugar para el linchamiento gratuito, sea el de un representante público o el de cualquier otra persona. Ofender, insultar y amenazar con publicar en foros digitales y páginas web imágenes y datos de la víctima de La Manada es indignante. La vista se celebró a puerta cerrada, se prohibió difundir las actas del juicio y se vetaron las imágenes de las sesiones. Hasta ahora, y a lo largo del proceso, su identidad ha estado herméticamente custodiada. Cuando un juez declara obligatorio proteger los datos personales de una víctima no hay libertad de expresión que ampare su difusión.

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