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Tribuna
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Huellas de La Manada

El pueblo no puede ser juez de los casos concretos, y menos un pueblo irritado justificadamente

Juan Antonio Lascuraín Sánchez
Manifestación contra la sentencia de La Manada.
Manifestación contra la sentencia de La Manada.Alvaro Barrientos (AP)

Las concurridas manifestaciones contra la sentencia condenatoria de los cinco miembros del grupo que se autodenominaba La Manada son la dolida expresión de repulsa de la más frecuente expresión de la violencia grave de género: la violencia sexual de los hombres contra las mujeres. Sus voces predominantemente femeninas son continuación del mismo coro de futuro que se expresó el 8-M por una sociedad igualitaria. Tan respaldables son por ello como poco razonables como crítica a una concreta sentencia y a los tres concretos magistrados que han decidido acerca de la concreta responsabilidad penal que se deriva de la concreta conducta de los cinco concretos acusados. Son poco razonables porque carecen de los elementos de juicio que solo tuvieron los magistrados. Y son poco razonables porque la sentencia no afirma que los cinco acusados no violaran a una joven de dieciocho años, sino que existe alguna duda razonable de que así fuera.

Nuestro procedimiento de justicia penal es un sofisticado sistema de garantías para que no termine en la cárcel quien no sea realmente autor de un hecho gravemente lesivo. Cuando se sospecha que alguien ha cometido un delito, el modo de determinar lo que ha sucedido se colma de cautelas. Lo deciden tres jueces que no han tenido contacto previo con la investigación y ante quienes en un escenario limpio, libre y equitativo se practican las pruebas que estimen pertinentes la acusación y la defensa. Con todo, la garantía estrella de este procedimiento de determinación de lo que ha pasado es la exigente regla de la presunción de inocencia. Los jueces no pueden afirmar que se ha cometido el hecho lesivo imputado si les parece más probable que improbable, o incluso si les parece muy probable. Solo si aprecian como seguro que se produjo la conducta acusada: “Más allá de toda duda razonable”.

La determinación de hechos constitutivos de una agresión sexual o de un abuso sexual suele venir acompañada de dos dificultades añadidas a la propia de retratar el pasado. Se trata, por un lado, de conductas que se suelen producir en un contexto de opacidad, sin más testigos que las personas involucradas en la conducta. Sucede además que la frontera entre la libre autodeterminación sexual y la irrogación de la vejación más severa que puede sufrir una persona depende de un rasgo de carácter subjetivo y ardua percepción: depende de la falta de consentimiento o de la existencia de un vicio de consentimiento en uno de los participantes en la relación sexual. El dolor de cabeza es mayor para el juzgador si, entre lo fáctico y lo interpretativo, la discusión se centra en si el consentimiento estuvo viciado por una intimidación o, en un impreciso grado menor de una escala continua, por prevalimiento de una situación de superioridad manifiesta.

Todos estamos opinando de lo que sucedió en aquel oscuro portal de Pamplona, aunque lo único cierto es que solo los tres jueces tienen todos los datos relevantes para inferir lo que allí ocurrió. Pero es que además no les estamos pidiendo tal cosa, sino algo bastante más modesto: que aprecien si indudablemente se produjo alguna de las conductas delictivas que se atribuye a los acusados. De ahí que la crítica más incisiva a la sentencia sea la de que no explica suficientemente que se cometió el delito por el que condena. Y de ahí que no sea fácilmente convincente la crítica de que los jueces no relatan lo que indudablemente sucedió, por la exigencia de indudabilidad y porque tal crítica solo puede proceder de la percepción de todo lo acaecido en el juicio.

Se puede y se debe criticar la labor de los jueces penales. Pero desde el rol que les asignamos, que no es el de historiadores, sino el de fieles aplicadores de la ley y celosos garantes de la presunción de inocencia, por la cuenta que nos trae a todos. Su función es la de imponer penas solo frente a daños indubitados por los que alguien haya sido acusado. Y es su función y no directamente la del pueblo. La legitimación democrática de la justicia penal consiste en que las leyes las redacten nuestros representantes con precisión y en que las interpreten y las apliquen, sin desviación y con las garantías que antes exponía, unos expertos a los que seleccionamos por sus conocimientos y por su imparcialidad. No consiste en realizar referendos para resolver las acusaciones por delito. Comparto la indignación por la violencia sexual machista, pero el pueblo no puede ser juez de los casos concretos, y menos un pueblo justificadamente irritado.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal.

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