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Tribuna
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Cabezas de ratón

La poca amplitud de miras de los políticos españoles hace débiles a las instituciones

Josep M. Colomer
Sesión en el Congreso de los diputados.
Sesión en el Congreso de los diputados.Luis Sevillano (EL PAÍS)

El actual Gobierno español es el más minoritario en cuarenta años y apenas puede hacer aprobar una ley o un presupuesto. España es el único país de la Unión Europea cuyas finanzas públicas continúan, nueve años después, bajo control de la Comisión mediante el llamado Procedimiento de Déficit Excesivo. El Gobierno se limita, por tanto, a enviar al Parlamento la ratificación de las directrices europeas y a gesticular de cara a la galería. No hay mayoría gubernamental ni legislativa y no sabemos si la hay presupuestaria.

A pesar de tal impotencia política colectiva, cunde como nunca el tribalismo y la confrontación. Hay que recordar una vez más que España es el único país de Europa en el que nunca ha habido un Gobierno de coalición. En los últimos años ha aumentado la polarización política, pero no, como suele ocurrir, mediante la concentración de votos y escaños en torno a dos grandes partidos. Al mismo tiempo, ha aumentado también la fragmentación, es decir el número de partidos, lo cual genera dificultades para formar una mayoría cuando no hay cooperación entre ellos. Lo que domina es la competencia entre políticos que, como suele decirse, prefieren ser cabeza de ratón que cola de león (en catalán, traducido, se dice cabeza de arenque antes que cola de merluza).

Cabe buscar la lógica de tanta incoherencia en la debilidad de las instituciones y las estructuras políticas. El supuesto metodológico de que los políticos buscan cargos, fama y ganancias materiales, aunque algunos persigan también objetivos políticos o ideológicos más o menos definidos, tiene bastante apoyo empírico. Pero la diferencia está en el contexto. Si el sistema político está altamente institucionalizado, se cumplen las leyes cabalmente y las compensaciones personales de participar en la acción política son suficientemente satisfactorias, entonces jugar en equipo y de acuerdo con ciertas normas de competición colectiva, así como la cooperación entre rivales cuando hace falta, puede producir altas cuotas de utilidad social. Pero si —como ocurre en España— los recursos públicos que pueden ser reasignados son exiguos, los salarios de los políticos son bajos, la consiguiente tentación de sobresueldos y sobornos ilegales está más vigilada que antes y, en general, la actividad de los políticos conlleva mucha exposición al escrutinio público y escasa eficacia social, el cálculo del participante puede ser: o consigo algo para mí mismo y mi grupito o no vale la pena el esfuerzo. De ahí surge un impulso hacia la hostilidad partidista, las banderías y las etiquetas descalificadoras, así como hacia las riñas permanentes entre liderzuelos dentro del mismo partido, todo lo cual produce los gobiernos en minoría, la evaporación de los objetivos colectivos y el bloqueo y la esterilización de las instituciones.

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El faccionalismo tiene muy antiguos precedentes en la política española. Los historiadores han documentado el personalismo y el clientelismo político en el escuálido Estado del siglo XIX, así como la treintena de agrupaciones políticas que llegó a haber en el Parlamento de la Segunda República. Incluso en el antifranquismo, cuando las posibles recompensas de una acción política arriesgada eran inciertas y remotas, muchos de los pocos que a ella se consagraban jugaban a ser cabezas de ratón mediante la continuada formación de grupúsculos y escisiones. Como consecuencia, la Transición discurrió sobre una variadísima sopa de siglas. Los partidos actuales son muy oligárquicos y rígidos internamente, pero precisamente eso genera la formación de camarillas y las peleas por la sucesión del líder.

En comparación con otros lugares, los partidos políticos españoles y su contexto institucional se encuentran en una ingrata situación intermedia. Por un lado, en la poderosa y próspera Alemania, así como en otros países donde las compensaciones de la acción política son altas, los grandes partidos cooperan para formar amplias mayorías, de modo que, como resultado, se refuerzan la potencia y la prosperidad colectivas. Por el otro lado, en las repúblicas bananeras los partidos cambian a cada elección y a menudo son simplemente pandillas sin referencia ideológica que tienden a ser conocidas por el nombre o las iniciales del cabecilla ratonil, lo cual les hunde en la trampa de la pobreza y la incivilidad. La miseria genera mezquindad y la mezquindad acentúa la miseria. Los científicos sociales llaman a esto “endogeneidad”. Significa que los procesos se auto-refuerzan: unos hacia arriba y otros hacia abajo. Y que los que están a medias viven en una cotidiana frustración.

Josep M. Colomer es economista y politólogo.

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