Tengo VIH, ¿y qué?
Tengo VIH, ¿y qué? Pues depende de cómo se lea la frase. Si se hace con un poco de altanería, resulta un desplante asertivo: “Lo tengo y no me importa decirlo”. Sobre todo, porque ya se lo he dicho a todos los que me importan. No a todos a la vez ni en el mismo momento. De este, como de los demás armarios, se sale cada día. Pero tengo ya el grueso del trabajo hecho y puedo exponerme sin medias tintas.
Pero ese “¿y qué?” del titular pide respuestas. Porque podría parecer que tener VIH o no tenerlo da lo mismo, y no es así. Una cosa es que amigos, familiares, compañeros y jefes en mi caso lo sepan y ya no les afecte (destaco el "en mi caso" y el "ya", que son matices importantes), y otra cosa es que eso vaya a ser así para todos. Así que si no eres Conchita Wurst —que hizo público el pasado 15 de abril que es portadora del VIH— y tu sueldo depende de un jefe al uso, piénsate bien si lo dices, no sea que te la juegues.
O que tengas mucha suerte. Porque yo puedo decir que tengo VIH, y puedo añadir un “¿y qué?”, gracias, en primer lugar, a la suerte. Para empezar, la de poder contarlo, tanto en su sentido literal —trabajo en un medio de comunicación y mis allegados ya han superado el disgusto inicial de enterarse hace muchos años— como en el de la expresión popular: he vivido para contarlo, y eso que en 1997 mis probabilidades de celebrar un año más eran escasas.
Pero que yo ya me haya aceptado y haya aprendido a vivir con el virus no quiere decir que no me haya dejado pelos en la gatera. Porque ese “¿y qué?” tiene muchas respuestas.
Tengo VIH, y por eso no he conseguido que un banco me dé una hipoteca. También tuve que darme de baja de mi aseguradora sanitaria privada, que no me garantizaba una atención integral.
Tengo VIH y, después de 25 años, mi hipertensión, problemas renales, reumáticos, hepáticos, óseos y mentales empiezan a ser los propios de la edad, pero seguramente agravados por el virus o los efectos adversos de las medicaciones varias que en todo este tiempo he tomado. Y, relacionado con esto, soy un visitante frecuente de toda clase de servicios médicos, desde luego mucho más asiduo que otras personas de mi edad.
Tengo VIH, y todavía no puedo ver películas como Filadelfia porque me recuerdan las agonías y las ausencias. Y tengo VIH, y cada día tengo que ver los efectos de la lipodistrofia en mi cuerpo (he ahí mi cuello).
Tengo VIH, y cada vez que conozco a alguien me tengo que plantear si se lo voy a contar o no, y cómo puede interferir eso en la relación profesional o social que vamos a entablar. Y si lo que quiero es una relación más íntima, debo plantear unos prolegómenos sobre prácticas seguras u otras alternativas que tienen mucho de anticlímax y que, de vez en cuando, tienen como efecto una despedida antes de que hayamos entrado en harina.
Sé que muchos de estos “¿y qué?” se deben a que llevo 25 años con el virus, y que quien se haya infectado recientemente no va a vivir las mismas consecuencias. Pero hay que poner las cosas en su justa medida.
Y es que habría preferido que no fuera el caso, pero tengo VIH. ¿Y qué?
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