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Tribuna
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Pornonativos

Reducido el cuerpo a mercancía y nuestros flujos a generadores de plusvalías, el gozo es un capital que se niega a ser acumulado, de ahí la insatisfacción

Ilustración alusiva a la pornografía en Internet
Ilustración alusiva a la pornografía en InternetGETTYIMAGES

Había que inventarla. Necesitábamos una palabra para definir esta generación de personas que nacieron al porno antes que a su propia sexualidad. Pornonativos, escribimos en nuestro ensayo Lo que esconde el agujero. El porno en tiempos obscenos, jugando con el ampliamente difundido concepto del ‘nativo digital’. Pensábamos en los millennials (nacidos a partir de mediados de la década del 80), que crecieron al mismo tiempo que Internet se expandía sin dejar hueco de la Tierra fuera de cobertura. Los nombramos a ellos y a sus hijos, los neopornonativos, que ya juguetean sobre tabletas y smartphones con deditos regordetes de bebés.

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No hay día en que no aparezca en algún periódico la advertencia de la temprana exposición de los niños al porno. La estadística apunta que más del 90% de los adolescentes de menos de 18 años han visto porno, que la edad del comienzo del visionado consuetudinario anda por los 11-12 años y que hay muchos casos de ‘asalto’ esporádico de material pornográfico sobre ellos, cuando navegan o juegan a deslizarse por allí en la red, a los cinco, los seis o los ocho años. El porno online está disponible las 24 horas, en abierto, gratuitamente, y ofrece una variedad amplia de géneros, desde el dulce despertar sexual con la abuelita o con la madrastra hasta el hardcore, pasando por el prolapso anal, el bukake y los gangbangs (podría decirse que violaciones en grupo). Esos relatos construyen subjetividades y refuerzan los roles que modela la cultura neoliberal.

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Puede que los chicos pierdan empatía; las chicas, también. “Hay una generación entera que cree que una relación sexual solo puede terminar con una eyaculación en la cara del partenaire”, apunta la socióloga británica Gail Dines, cultora de la antipornografía. Ellas vienen “listas” para el porno, como aclara algún pornógrafo que se frota las manos, porque ya no es necesario preparar a nadie para protagonizar esta ficción sexual. Follabilidad o invisibilidad son las opciones para las chicas. A los chicos parece que apenas les queda la posibilidad de salir a medirse con las dotes del vigoroso pornstar, frente a los amigos, eso sí, y caiga quien caiga, o inhibirse al punto de no poder iniciar siquiera un contacto sexual en la vida real, algo que ya constatan los sexólogos en sus consultas.

La pornografía se ha adueñado de nuestras relaciones sexoafectivas porque se ha apoderado del imaginario erótico actual

Los individuos del neoliberalismo están educados para sostener los modelos del porno. No se trata de un asunto generacional sino de una época compartida: pornonativos, neopornonativos y sus predecesores nos ofrecemos como espectáculo a la red, en imágenes voluntarias o robadas de nuestra intimidad hecha sexting. Incluso las pruebas de juicios como el de ‘La Manada’ terminan en páginas triple equis hiperconsumidas.

“En tiempos de Homero, la humanidad se daba en espectáculo a los dioses del Olimpo; hoy se da a sí misma en espectáculo. Está lo suficientemente alienada de sí misma como para vivir su propia destrucción como si de un gozo estético de primer orden se tratara”, escribía Walter Benjamin, ya en 1936. A estas alturas del siglo XXI nuestros cuerpos reales han perdido protagonismo en beneficio de su representación. La carne hecha píxel conforma la memoria gráfica de varias generaciones. Reducido el cuerpo a mercancía y nuestros flujos a generadores de plusvalías, el gozo es un capital que se niega a ser acumulado, de ahí la insatisfacción. Este tiempo dataísta nos requiere almacenados, bien etiquetados y produciendo beneficios, a través de los algoritmos que han hecho de nuestros comportamientos una fórmula por la cual la red nos volverá a ofrecer más de lo mismo, incluidas nuestras fantasías más tórridas, también colonizadas. La pornografía se ha adueñado de nuestras relaciones sexoafectivas porque se ha apoderado del imaginario erótico actual. Identidad y consumo se cifran en combinaciones binarias para crear identidades sumisas y adictas.

Nuestras vidas se han ‘pornificado’ en un tiempo sin tensión narrativa: toda acción vital u operación financiera depende del número, los clics, el impacto. Entregamos la imagen de nuestros fluidos al Big Data, nos medimos en cantidad de orgasmos y centilitros de squirting. Todos nuestros deseos se han vuelto mercancía en una sociedad ávida de experiencias. La satisfacción, no, de eso no se habla, porque la rueda del sistema económico pornoliberal gira con el impulso de un nuevo deseo insatisfecho por saciar.

La discusión sobre si el porno es o no una fuerza dominante en Internet (algunos hablan del 37% del tráfico total) no alivia la sensación de que por aquí pasa la educación sentimental de estas generaciones. Un resumen de época hablaría de gente que ha sido criada con la consigna de que puede ser lo que se proponga, que debe hacer de sus deseos un imperativo a satisfacer, en un ambiente tecnologizado que alimenta la impaciencia y el narcisismo, la adicción a la dopamina del like (“me gusta”) y la huida hacia adelante (frustrarse, jamás). Tener impacto es la aspiración generacional de unos jóvenes con la autoestima por el piso y el estrés de no encajar en el mundo acelerado de las corporaciones. En este marco, la violencia contra las mujeres es el síntoma de una educación afectiva y sexual inexistente.

Alejarse del porno parece la salida para recuperar la confianza, aprender la paciencia y los encuentros. La sensualidad, como las ideas creativas, suceden en los tiempos muertos, durante las charlas inútiles, en los encuentros desinteresados (sin selfies ni hashtags poscoito), habitados por una vulnerabilidad que no es fracaso sino común denominador de todo lo vivo.

Analía Iglesias y Martha Zein son autoras del libro Lo que esconde el agujero: el porno en tiempos obscenos, publicado por Editorial Catarata

 

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