A censurar
La ciudadanía enarbola los nobles derechos a la equidad y la igualdad y por otro lado exige que se la proteja de todas las incorrecciones
No vamos a sucumbir por guerra nuclear: nos tragará el barro de corrección política hacia el que marchamos dispuestos a lograr un fin despreciable: eliminar todo lo que resulte ofensivo (con énfasis en lo que provenga del arte) para cualquier grupo humano, sean ellos gais, niños, mujeres, hombres, o defensores de la marta cibelina. En 2004, el artista argentino León Ferrari, ya fallecido, hizo una retrospectiva de su obra en Buenos Aires que incluía un Cristo crucificado en un avión de combate estadounidense cayendo en picada. El arzobispo Jorge Bergoglio, actual Papa, la declaró “blasfema”. La Iglesia inició una causa judicial, la muestra se cerró y luego fue reabierta en nombre de la libertad de expresión. Hoy parece más fácil insolentarse con la religión que con cualquier otra cosa. En febrero, la feria Arco retiró la obra de Santiago Sierra, Presos políticos en la España contemporánea, que incluía fotos de políticos catalanes, y el rapero Valtònyc fue condenado a prisión por enaltecimiento del terrorismo y calumnias al Rey. En Minnesota y Virginia, Las aventuras de Hucklberry Finn y Matar a un ruiseñor ya no se enseñarán en los colegios por contener “insultos raciales”. En Francia, debido a las protestas, Gallimard canceló la publicación de los ensayos de Céline, colaborador de los nazis y autor de Viaje al fin de la noche. La lista sigue. Espanta ese reflejo preventivo, demagógico, a tono con una ciudadanía que, paradójicamente, tanto enarbola los nobles derechos a la equidad y la igualdad como empieza a exigir de manera beata que se la proteja de todas las incorrecciones. Si sucediera hoy lo que sucedió en 2015, cuando fueron acribillados doce trabajadores del rabioso semanario francés Charlie Hebdo, ¿serían tantos los que salieran a decir: “Yo soy Charlie”? La respuesta que imagino me produce niveles —muy equitativos— de alarma y asco.
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