¿Por qué?
La niña debe de estar dividida entre su escepticismo y el amor al padre
Me encuentro en el Museo del Prado inmerso en una nube de cien asiáticos. Es cuestión de escala. Los jubilados españoles nos movemos por grupos de veinte, pero los chinos, coreanos y mongoles por grupos de doscientos. Se reúne el enjambre frente al Jardín de las delicias. Este retablo lo entienden casi por completo. Gente haciendo chifladuras las hay por todas partes. Salgo huyendo. Cruzo pasillos y salas cubiertos de leyendas cristianas, la mayoría sangrientas. ¿Qué entenderán los mongoles de estas escenas tan violentas como oscuras? Supongo que lo mismo que nosotros en un museo de acuarela japonesa. O sea, poco.
Me refugio en la sala de germánicos, que es de las menos visitadas por el Oriente. Allí me encuentro con la prueba de que tampoco nosotros, es decir, nuestros descendientes, entendemos ya estas escenas. Puesto frente a los monumentales Adán y Eva de Durero oigo a mi espalda una voz infantil que pregunta: “Papá, ¿quiénes son estos señores que van sin ropa?”. Procuré no volverme, pero me aparté un poco para dar una oportunidad al padre. “Estos son Adán y Eva, hijita, nuestros primeros padres”. No tarda mucho en volver a preguntar la niña: “¿Qué quiere decir primeros? ¿Los más importantes?”. El padre carraspea: “Pues sí, los padres de los padres y de todos los padres, los superabuelos”. Silencio. La niña debe de estar dividida entre su escepticismo y el amor al padre. Al cabo dice: “¿Y por qué se comen una manzana?”. Ahora miro a la niña y es una preciosidad. El padre traga saliva. “Dios les había prohibido que comieran la fruta de ese árbol”. De inmediato: “¿Y por qué?”. Nuevo carraspeo: “Porque solo cuando te prohíben algo puedes comprobar si eres libre”. La niña mira a su padre estupefacta. Me voy con los mongoles.
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