Le llamó hijo de p...
Esas omisiones parciales ante las malas palabras nos protegen de oírlas, pero no de pensarlas
El cerebro humano desarrolla un proceso de comprensión lingüística que a menudo activa la percepción de una palabra unos milisegundos antes de que sea escuchada o leída. Se trata de esa misma maquinaria mental que nos invita a pronunciar lo que una persona tartamuda no termina de decir (cosa que no se debe hacer, por cierto) o nos impulsa a redondear un refrán que nuestro interlocutor ha dejado a medias.
Del mismo modo, si alguien nos dice “acostumbro a lavarme la cara cada...”, nuestra mente lingüística completará la oración con los sustantivos “mañana” o “día”, y elegirá uno u otro en función de lo que haya oído más recientemente. Cuanto menor sea la “cohorte de candidatos” a ocupar ese lugar, más fácil resultará rellenarlo por nuestra cuenta (Alberto Anula, El abecé de la psicolingüística. 1998: 52).
Eso ocurre también cuando en los periódicos se omiten palabras malsonantes y se dejan a medias las oraciones en las que se insertaban, pues de todos modos las descodificamos sin querer cuando se integran en una locución estable. Por ejemplo, en “lo llamó hijo de p…” resulta inevitable que la palabra “puta” se active en el cerebro, a pesar de que no se haya escrito ni leído; porque toda nuestra experiencia se vuelca sobre ese mensaje para redondearlo.
El pasado 14 de enero, el futbolista colombiano del Levante Jefferson Lerma aseguró que Iago Aspas, del Celta, le había insultado durante el partido: “Me ha dicho negro de mierda”.
Al día siguiente, varios medios relataban el incidente pero sin reproducir la última palabra pronunciada por el jugador colombiano. En el caso de una cadena televisiva, eso ocurría tanto en el audio como en el texto que lo acompañaba como subtítulo: “Me ha llamado negro de m….”. Un pitido y los puntos suspensivos reemplazaban al vocablo malsonante.
Días después, un titular deportivo informaba de que Xabi Prieto, jugador de la Real Sociedad, le dijo a su compañero Íñigo Martínez, que iba a fichar por el Athletic, el gran rival: “No me j… que te vas”.
Estas omisiones parciales pretenden proteger a niños y mayores frente a las malas palabras. Pero con ese recurso se protege de oírlas, no de pensarlas. Porque unos y otros habrán rellenado sin dudar lo que faltaba. La cohorte de vocablos candidatos era ciertamente reducida.
En esos supuestos, caben dos opciones: o se refiere el exabrupto entero, sin puritanismos hipócritas, o se deja la textualidad para otra ocasión. En las declaraciones del futbolista Lerma, se habría podido informar de que éste denunció que su rival le dirigió una frase racista, sin más. Pero eso tampoco excluye, claro, que se piense el insulto.
El proceso de reconstrucción de estos mensajes incompletos depende mucho de la expectativa que el receptor tenga al respecto. Resulta más sencillo y más rápido aportar las letras o fonemas que faltan cuando la experiencia más habitual se conecta con ese mensaje. El cerebro establece en tales casos un juicio de probabilidad, porque está acostumbrado a acertar con ese recurso innato de la comprensión.
Y ahí debería residir nuestra principal inquietud. Si al recibir un texto inconcluso como “negro de m...” entendemos en un milisegundo “negro de mierda”, la forma resumida de reproducirlo no arregla nada. El problema reside en que hayamos reunido la suficiente experiencia de insultos y racismos como para completarlo sin dudar.
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