Mis himnos
Me daba repelús escuchar el de España hasta que fui lo bastante adulta para superar el bloqueo y dejarme llevar por la dopamina
De niña me horrorizaban los pasodobles, las coplas, las rumbas, los boleros y la producción íntegra de los cantautores-protesta y de los otros. Pero no solo abominaba de esos sones. Mi fobia sonora no conocía límites. Detestaba la música de los coches de choque, los moros y cristianos, las verbenas de bautizos, bodas y comuniones, la sintonía de las emisoras de onda media y las canciones del verano, todos los veranos, hasta que me entró el conocimiento en el cuerpo. Odiaba esos ritmos con la pasión con que solo odian los adolescentes las cosas que aman sus padres. Era oírlos y sonrojárseme hasta las corvas de vergüenza ajena, la peor de las vergüenzas, porque con la propia te queda el consuelo de pensar que algo habrás hecho. Pero todo esto fue, ya digo, hasta que cesó mi soberbia sin causa de niñata harta de pan y Nocilla y la vida y las pérdidas empezaron a ponerme en mi sitio. Hoy amo muchas de aquellas melodías por las mismas razones que las odiaba: porque hablan de mí y de los míos.
Con el himno de España me pasó algo parecido. Me daba, no sé, repelús escucharlo hasta que fui lo bastante adulta para superar el bloqueo y dejarme llevar por la dopamina. Hoy, sin llegar a la sofoquina de himnos vitales como Mediterráneo, de Serrat; Libre, de Nino Bravo; Insurrección, de El Último de la Fila o Volando voy, de Kiko Veneno —con ese “enamorao de la vida, aunque a veces duela” que no dice nada y lo dice todo— la marcha nacional me inspira respeto y, a veces, pellizco. Así que, aunque me sonroje hasta el tuétano, entiendo a quien se exalta con los ripios que ha perpetrado Marta Sánchez poniéndole letra a esa música. Más que patriotismo, debe de ser emoción lo que les embarga. Y en eso no manda nadie ni siquiera uno mismo. Y ya puesta, canto lo mío: se me empina el vello con Paquito Chocolatero sin necesidad de ingesta alcohólica previa, qué pasa.
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