En pijama
El #metoo no puede quedar tan sólo en un hashtag pasajero. Debe tratarse de un auténtico cambio entre hombres y mujeres para que haya un diálogo real que quede claro sin ninguna duda lo que está bien o lo que no
Últimamente me siento como Bartleby, el escribiente, el personaje de Melville, cuando en las quinientas entrevistas que me han hecho en estos días, llega invariablemente el momento en el que preguntan qué pienso del movimiento #metoo y las denuncias por acoso: preferiría no hacerlo. Pienso honestamente que es imposible opinar en dos titulares sobre cada uno de esos temas y está claro que lo que los entrevistadores quieren es que te mojes, que te muestres indignada, solidaria, iracunda, reivindicativa. Nadie parece seriamente interesado en saber cuál es la realidad más allá del acoso sexual que aguarda a las directoras, actrices, productoras, fotógrafas o guionistas.
Yo solo deseo que el #metoo no sea tan solo un hashtag pasajero sino un auténtico cambio en los usos y costumbres entre hombres y mujeres para que haya un diálogo real que clarifique sin ningún genero de dudas lo que está bien o lo que no. Bienvenidos pues el metoo y el timesup y todo lo que haga que esto se mueva y que se pongan en cuestión conductas espantosas que hasta ahora eran consideradas como normales. Pero el acoso sexual es sólo un síntoma, una parte del problema.
Las mujeres de mi generación, para sobrevivir en un mundo de hombres, no hemos tenido otra salida que ir de duras y evitar como la peste colocarnos en la posición de víctimas. Hemos sorteado avances, ataques, injusticias, insultos y burlas, apretando los dientes y pretendiendo que todo eso no iba con nosotras, aunque lo fuera. Hemos querido desesperadamente encajar, ser una más del club de los chicos, y hemos fingido que los chistes machistas nos hacían gracia. Y cuando me preguntan por milésima vez por qué no hay más mujeres directoras, lo que me viene a la cabeza es la primera vez que dirigí algo: un documental industrial. El cliente llegó a mitad de rodaje, sabiendo perfectamente que yo era quien dirigía, y en medio del plató a gritos dijo: “¿Y quién es el director? No lo veo”. Hice de tripas corazón, roja como un tomate, y acercándome le dije: “Soy yo”. Me miró de arriba abajo, dijo: “Ah”, con una expresión entre incredulidad y asco que nunca se me olvidará, y se fue a sentar detrás del monitor. Yo seguí rodando, intentando a duras penas que el equipo no viera mi turbación y solo cuando llegue a casa me invadió una oleada de vergüenza e ira y tuve muy claro que si quería seguir en esto, pasaría muchas veces por situaciones así.
Desde ese rodaje, hace treinta años, he pasado por todo: a las neurosis propias de todos los directores de cine del mundo las directoras añadimos una carga mental extra, la de estar en un terreno no concebido para nosotras en ningún sentido. Para empezar, las cámaras y todos sus accesorios están pensadas por y para hombres, y si, como es mi caso, operas la cámara, te das cuenta de que tener pecho es un hándicap y muchas veces he tenido que vendármelo para poder hacer mi trabajo. Luego está el tema de la autoridad. ¿Cuántas veces he fingido una furia que no sentía para conseguir algo porque con buenas palabras nadie me hacía ni puto caso? Hablo desde pedir un café hasta reclamar que movieran una pared del decorado o insistir cien veces en una determinada localización porque era allí precisamente donde yo quería rodar o negociar un contrato o pedir mi nombre en letras del mismo tamaño que el productor.
A ningún cineasta hombre le preguntan qué hace con sus hijos cuando se va a rodar
Las mujeres llegamos a la dirección con un agotamiento que ni siquiera atribuimos al hecho de que somos mujeres. Me ha costado años admitir que sí, que las cosas para mí han sido mil veces más difíciles, que las críticas han sido mil veces más viles —porque se han metido hasta con mi físico, con mi manera de hablar, con mi timidez, hasta con mi nombre—, que todo me ha costado muchísimo más mientras me pagaban mucho, muchísimo menos que a colegas hombres con la centésima parte de experiencia que la mía. Que a ningún cineasta hombre le preguntan qué hace con sus hijos cuando se va a rodar o le lanzan a la cara con sorna “lo prolífico” que es o le interrumpen el rodaje para decirle que tiene que recoger a su hija del colegio porque tiene fiebre. A ninguno.
Y tampoco nadie les reprocha que hagan películas masculinas, mientras las mujeres cineastas tenemos que defender y justificar por activa y por pasiva el derecho a contar historias donde hay seres humanos que se hacen su propia cama, que es para mí el auténtico test con el que se sabe si el director de una película es hombre o mujer porque en las películas escritas y dirigidas por hombres, como en la vida misma, a ningún personaje se le ocurre hacerla.
Así que cuando se habla con retintín —también por parte de muchas mujeres— de la discriminación positiva y las cuotas, se me ocurre que una buena manera de llamarlas sería reparación histórica: durante siglos lo hemos tenido mucho más difícil así que las cuotas son la mejor manera y la más directa de corregir esta desigualdad. Y me provoca hilaridad el argumento —que le he escuchado a más de uno y más de tres directores— de que favoreciendo a las mujeres se favorece también a muchas cineastas mediocres, como si en el terreno de los hombres no hubiera más que genios.
Ahora que se acerca la entrega de los premios Goya, confieso que a mí se me había ocurrido una manera de llamar la atención sobre la desigualdad, el acoso, y por qué no, la tiranía de la alfombra roja, que obliga a las mujeres a ponerse de tiros largos mientras hacen equilibrios en tacones imposibles, cuando los hombres con el uniforme de esmoquin ya tienen bastante: ir todas en pijama y zapatillas y sin maquillar, que me parecía un poco más divertido que ir de negro con un modelo prestado de 10.000 euros de Dolce&Gabbana.
Mi propuesta fue acogida primero con risas nerviosas, “no lo dirás en serio”, y luego con un elocuente silencio. Yo insistía: “¡Sería viral! ¡Se hablaría en todo el mundo!”. Pero salvo a tres locas más como yo, no convencí a nadie. Así que los telespectadores de los Goya de este año se perderán el espectáculo de verme con mi pijama de Hello Kitty y mis zapatillas de unicornios. Hasta las reivindicaciones tienen un límite cuando se trata de ir con vestido largo y taconazos...
Isabel Coixet es directora de cine.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.