El tiempo
El mundo era un lugar repleto de cosas que anhelaba con ferocidad, y todas estaban demasiado lejos, eran demasiado inalcanzables
Nunca fue peor que entonces. Sabía lo que quería hacer —escribir, escribir—, pero no cómo se hacía para vivir de eso. El tiempo transcurría con una asfixia extraña, a empellones de euforia y desazón. Una mañana toda la oscuridad se había esfumado y a la siguiente estaba, otra vez, en medio de un valle de sombra de muerte. No tenía a nadie que me dijera lo único que a veces hace falta escuchar, esa frase mentirosa que reza “Todo va a estar bien”. Vagaba por una ciudad inmensa, ajena, cantando a gritos una canción de Héroes del Silencio —”tanto vagar para no conservar nunca nada”—, frenética y cardinalmente triste. En las noches, en las discos y los bares, mientras anotaba números de teléfono en mi camiseta, sudada de tanto bailar, pensaba, una y otra vez, “¿todo esto para qué?”. Brillaba con fulgor carbónico. Un tren lanzado a toda velocidad hacia el fondo del fin de la noche. Arañando entre cenizas el rescoldo de luz de una brasa que decía: “Hay que seguir. Algo sucederá”. Despertaba, a veces en mi departamento, a veces no, auscultándome con los ojos cerrados, escuchando los angustiosos latidos de mi corazón, un órgano preciso, automático, indiferente. El mundo era un lugar repleto de cosas que anhelaba con ferocidad, y todas estaban demasiado lejos, eran demasiado inalcanzables. Vivía encerrada dentro de mí como un animal, oculta y silente, aunque a los ojos de todos pareciera un demonio remitido desde su origen, un íncubo peligroso. Llenaba hojas y hojas de cuentos, de poemas —de quién sabe qué— en mi Lettera portátil. Escribía de tarde, de noche, de madrugada. Sobre una mesa de pino sin lustrar. Mirando un paisaje de cemento desde un piso alto al que no llegaba nada que no fuera la atronadora indiferencia del mundo. Todo parecía vedado para siempre. Nunca fue peor que entonces. Tenía diecinueve años. El tiempo pasa. Por suerte y menos mal. Feliz año.
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