K-pop
La tragedia de Kim Jong-hyun es una metáfora extrema, un aviso, de este mundo enloquecido en el que vivimos todos los demás


Ayer leí dos noticias surcoreanas en las que no entendía nada, pero no por la redacción de mis compañeros, sino por el mundo en sí. En una ni lograba pasar del titular: “El bitcoin se desploma un 15% tras un gran robo virtual de la criptomoneda”. Solo pillaba lo de desplomar. Luego me hizo gracia que el mercado surcoreano de esta calderilla invisible se llamara Yapizon, parecía un juego. La otra noticia era más grave: el suicidio de una estrella del pop surcoreano, conocido como K-pop, llamada Kim Jong-hyun, de 27 años. En esta historia era todo deprimente, hasta la forma de suicidarse, inhalando el humo de esas pastillas de barbacoa. Las descripciones del mundo del K-pop retratan un absoluto delirio, más allá del horror musical que genera. Parece ser un sistema industrial ultracompetitivo que convierte adolescentes en monstruitos estrella, sometidos a la tiranía del negocio, las redes sociales y los fans majaras. Son tabúes la depresión y hasta echarse novia, o novio. Este pobre chico dejó una nota que decía: “Ser famoso probablemente no era mi destino. ¿Por qué lo elegí?”. Ya, las elecciones que hace últimamente la mayoría de la gente suelen tener algo de incomprensible. No sé cuánto hubieran durado Elvis o Marilyn si hubieran tenido Instagram, quizá incluso un poco menos.
La tragedia de este cantante es una metáfora extrema, un aviso, de este mundo enloquecido en el que vivimos todos los demás. Las nuevas tecnologías, por lo que veo a mi alrededor, hacen más tontos a los tontos, idiotizan a bastantes de los listos y raramente mejoran a casi nadie, como mucho los dejan como están, pero con menos tiempo para pensar.
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