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Tribuna
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La secesión no es una política social

Defender que la independencia de Cataluña serviría para aumentar el gasto público en el estado de bienestar es una fantasía

Puigdemont contempla el partido Girona-Getafe en un bar de Bruselas.
Puigdemont contempla el partido Girona-Getafe en un bar de Bruselas.ERIC VIDAL (REUTERS)

Hacer de Cataluña un país más justo e igualitario en el que todo el mundo tenga acceso a las mismas oportunidades es algo que defienden todos los partidos. El debate durante esta campaña electoral ha girado, más que sobre los fines, sobre qué políticas públicas quieren los partidos aplicar para conseguir estos objetivos.

Por supuesto, no estamos hablando de una campaña electoral normal. Por un lado, tenemos una serie de partidos que quieren defender estos valores utilizando medidas más o menos acertadas pero básicamente convencionales, léase subir impuestos, reorganizar departamentos o cambiar leyes. Por otro, tenemos otras formaciones que parecen dar la secesión como receta única para conseguir estos objetivos. En palabras del propio Puigdemont, “la independencia es la mejor política de bienestar que podemos hacer.”

Cataluña es una región rica. Como tal, tiene un número por encima de la media española de contribuyentes con altos ingresos, y también tiene un número por debajo de la media de residentes que viven cerca de la pobreza. En un país con un sistema fiscal progresivo, los contribuyentes con más recursos necesariamente van a aportar más dinero a las arcas públicas, algo que hace que Cataluña, en agregado, pague más impuestos. En un país con un estado de bienestar desarrollado, los residentes con rentas más bajas reciben más servicios. Cataluña, con menos pobres, recibirá menos transferencias y ayudas directas por este motivo.

Esto es perfectamente habitual en cualquier Estado democrático moderno, sea centralizado o no; es la base de todos los sistemas fiscales y asistenciales modernos. El argumento de los independentistas es que, en caso de secesión, todo el dinero recaudado ahora para la multitud de contribuyentes ricos en Cataluña sería destinado automáticamente a dar mucho mejores servicios públicos a los que menos tienen en la región.

Este supuesto, me temo, es bastante discutible. Para empezar, el nivel real de transferencias fiscales desde Cataluña hacia el resto de España es muchísimo menor que los 16.000 millones habitualmente mencionado por los independentistas. Cataluña representa el 16% de la población española, y recibe entre un 13 y un 15% del gasto público total, según el método empleado para hacer el cálculo. Un informe de la misma Generalitat del año 2015 limitaba el déficit fiscal real a alrededor de los 2.500 millones, atendiendo el coste de estructuras de Estado como hacienda, defensa, exteriores y administración general. Un cálculo más realista de Albert Carreras, alto cargo de la Generalitat bajo Mas, limitaría el “beneficio” real a 428 millones anuales.

Sin embargo, aun partiendo de la idea de que los réditos de la secesión se cifraran en miles de millones anuales y no en unos pocos cientos, creer que este dinero sería utilizado para financiar mejores servicios públicos requiere un salto de fe considerable. Sabemos, en un dato que se repite en los sondeos, que el apoyo a la secesión es mayor entre los votantes con mayores ingresos familiares. También sabemos que este apoyo es mucho mayor entre aquellos que no tienen problemas para llegar a fin de mes y tienen empleo estable, es decir, gente que no utiliza habitualmente el estado de bienestar. Es poco probable que un gobierno de una hipotética mayoría independentista dedicara los réditos de la secesión a redistribuir riqueza, más que nada porque sus votantes mayoritariamente no estarían a favor de hacerlo.

Por añadido, quedaría la cuestión identitaria. Las sociedades con fuertes divisiones culturales, étnicas o raciales tienden a tener estados de bienestar menos redistributivos, ya que las transferencias fiscales se asocian como ayudas a grupos que “no lo merecen”. En Cataluña existe una fuerte correlación entre nivel de renta y número de abuelos catalanes; el apoyo a la secesión entre los votantes con padres o abuelos no nacidos en Cataluña es considerablemente menor. Es difícil creer que una sociedad tan fuertemente dividida como la Cataluña post-secesión fuera capaz de generar un consenso redistributivo fuerte, especialmente cuando la misma ciudadanía de una parte importante de la población sería motivo de debate.

Defender que la independencia de Cataluña serviría para aumentar el gasto público en el estado de bienestar, por tanto, es una fantasía. Ni los números cuadran, ni la promesa de que la política del nuevo Estado vaya a ser favorable a ello es demasiado creíble.

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