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Tribuna
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Contra la ficción demente

No se puede luchar contra las utopías delirantes con un realismo temeroso que siempre suele ser poco eficaz

Irene Lozano
El exvicepresidente de Cataluña Oriol Junqueras, que abanderó el discurso de las bondades de la independencia.
El exvicepresidente de Cataluña Oriol Junqueras, que abanderó el discurso de las bondades de la independencia.GABRIEL BOUYS (AFP)

Es como si la ilusión resplandeciera con toda la fuerza de la verdad”, escribió Baudrillard. Lo podrían firmar, un segundo antes de estrellarse con los hechos, los artífices del Brexit, los impulsores de la independencia de Cataluña o los negacionistas del cambio climático. Pese a su aparente disparidad, los tres fenómenos reflejan el signo de nuestros tiempos: un complejo estado de cosas en el que los razonables pierden los debates a manos de los ilusos, que a su vez son finalmente derrotados por la realidad.

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Dos opciones narrativas subyacen en los grandes problemas a los que nos enfrentamos: los realistas tienen miedo; los utópicos deliran. Entre el realismo temeroso y la ficción demente, los ciudadanos tienden a inclinarse por esta última, al final de cuyo camino solo queda frustración y hastío de la política: el desierto de lo irreal, contradiciendo a Baudrillard. ¿No hay más opciones?

En la batalla del relato catalán —se ha repetido mucho—, España no ha comparecido. Cuando lo ha hecho, tímidamente, casi siempre ha enarbolado el discurso del miedo: la UE no aceptará una Cataluña independiente, se fugarán las empresas, se dividirá la sociedad… Frente a eso, la independencia ofrecía una utopía de libertad, riqueza y salud, en la que hasta Junqueras se despertaría convertido en un galán de cine. Nos preguntamos ahora cómo siendo tan demente esa ficción no ha sido posible desmontarla con argumentos. Esperar a que la realidad actúe significa resignarnos a sufrir graves daños.

Un estudio demostró que para modificar actitudes sociales la palanca menos efectiva es el miedo

El esquema se repite en otras quiebras recientes de la política occidental. También los partidarios del Brexit dibujaban un Reino Unido cuyos ciudadanos recuperarían el control, frenarían la inmigración y administrarían mejor su presupuesto, en lugar de dárselo a esa derrochadora Unión Europea. Los detractores solo acertaron a avisar de los males del aislacionismo, tarde y mal. Ahora los británicos han cambiado de opinión: demasiado tarde. ¿Es eso lo que deseamos los razonantes, delegar en la realidad para que sea ella quien venza a los dementes cuando ya no se puede hacer nada? No. Queremos ganar las batallas narrativas para cambiar el curso de los acontecimientos antes de que sobrevengan los desastres.

Pensemos en el calentamiento del planeta. En lo macro, se intenta concienciarnos del problema mostrándonos devastadoras sequías, huracanes, migraciones, ciudades inundadas. En lo micro, el Ayuntamiento de Madrid nos insta a combatir la contaminación y el cambio climático para que “respirar hondo no sea un deporte de riesgo”. La retórica aterradora —según datos oficiales— solo inspira a dejar el coche en casa a en torno al 3%.

El giro demente de la política no se contrarresta con miedo. En 2006, investigadores del Economic and Social Research Council británico revisaron más de cien estudios respecto a cómo modificar las actitudes sociales. Descubrieron que la palanca menos efectiva es el miedo. Sin embargo, estamos abordando los grandes desafíos globales solo desde la perspectiva, obviando que la política siempre trató sobre la realización de los sueños.

Solo hay un camino entre la ilusión demente y el realismo temeroso: la esperanza de lo real, entendiendo por ello no lo que ya existe, sino lo que es posible hacer que exista. Al fin y al cabo, “realizar” viene de “real”. La política necesita más que nunca grandes dosis de creatividad, pues como señaló Einstein, “en momentos de crisis, la imaginación es más importante que el conocimiento”. No para inventar mundos imposibles —eso ya lo hacen los dementes—, sino para representarnos la felicidad de los madrileños de respirar sin aprensión o los miles de empleos que crearía la economía verde.

Lo mismo cabe decir respecto a la democracia. Sería muy realista hablar de una España con instituciones limpias e independientes: solo hace falta voluntad política para lograrlo; o de una España territorialmente más ordenada, en la que las administraciones colaboraran entre ellas, en lugar de estar perpetuamente pugnando. No sería utópico sino realista contar a la ciudadanía que una España unida sería más fuerte en Europa, que nuestra voz se oiría e influiría y desde ese altavoz nos empoderaríamos para participar en las grandes decisiones sobre el futuro de nuestro continente y, por ende, del mundo. Son discursos realistas, pero sobre todo, constituyen la única opción: si los razonables solo instigan miedo, los dementes seguirán ganando las batallas narrativas.

Irene Lozano es escritora y directora de The Thinking Campus.

 

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