Vivir en 45 m2, con tu pareja, tu perra y rodeados de muebles autodiseñados
El diseñador catalán Max Enrich crea desde su piso barcelonés un mobiliario que lucha contra la dictadura de lo útil
A veces se sienta en su silla Patio, una pieza de hierro con asiento de rejilla pintada en un furioso rosa chicle, y solo lamenta una cosa: que no sea un poco más incómoda. “Cuando la hice, me la imaginaba en un patio francés. Sirve para sentarte, fumarte un pitillo y tomarte un Martini. Cuando te acabas el Martini, te tienes que levantar”. Si un restaurante le pidiese un par de docenas de patios para su terraza, le diría que no, porque no es funcional. Y si un cliente se la reclamase en negro, también se negaría. “Al final creo que, cuando se lo explico, lo entienden, que no piensan que soy un gilipollas prepotente”, cuenta este diseñador de 29 años que, atestiguamos, no es ni una cosa ni la otra.
El catalán Max Enrich ha escogido un camino poco trillado para los creadores de su generación. Como tantos otros diseñadores, dejó colgada la carrera de Arquitectura cuando se dio cuenta de que él lo que quería era hacer salones, incluido lo que va dentro, y estudió en la escuela Eina, donde tampoco conectó del todo con sus compañeros de aula.
“Lo primero que hacían al empezar un proyecto era abrir el ordenador en 3D. A mí me gusta pensar las cosas antes”. Ofrece soluciones a medida a clientes particulares –a los que casi siempre consigue llevar a su terreno– y crea piezas autoproducidas, entre las que destacan la mesa Triángulo Rectángulo, que acaba de entrar en el catálogo de la editora francesa Petite Friture; la escultural silla Underwater, hecha a medias con Guillermo Santomà y recubierta de lo que parece gresite de piscina, o la familia de mesitas Stabile, las niñas de sus ojos. Su nombre, por supuesto, es una broma privada, porque no son un prodigio de firmeza.
“Lo bonito es que sean así. No creo en el utilitarismo porque sí. Mesas que funcionan ya hay, y muy baratas, además. Esta es sencillamente una mesa bonita”, explica. Su casa, una coqueta cajita a pie de calle con una envidiable terraza en la parte alta de Barcelona que comparte con su novia, está llena de iconos del diseño canónico y hasta sensato. Una Thonet cuelga de la pared como un cuadro, hay una Cesca, varias eames, el cenicero de André Ricard y más de una pieza de Arne Jacobsen.
El barcelonés se inscribe en una línea de la historia del diseño que él llama “la de los tarados”. Los que tiraron por el camino difícil y que, entre un material caro y sensual y otro que se lavara bien, siempre optaron por el primero. Esa estirpe también está representada en su casa, en la silla Gaulino de Tusquets, en la First Chair de Michele de Lucchi, en el suelo azul pastel –tuvo que jurarle al contratista que sí, que lo quería así– y en el amarillo huevo de la estantería de obra que articula todo el salón.
Le gusta el grupo Memphis, por supuesto, y no le molesta su reciente instagramización, si sirve para popularizarlo. “Hacían muebles de formica maravillosos que no funcionaban y nadie compraba”, se asombra. Admira al Philippe Starck de los ochenta y los muebles de Mariscal. Sabe que su estilo no es el más fácil, porque en España “existe una grieta enorme entre la gente que compra en IKEA y la que quiere directamente algo de Le Corbusier. Cuesta que la gente confíe en su propio gusto y apueste por alguien que empieza”.
Pero, de momento, le funciona. Con la ayuda de Instagram, una fuente importante de clientes. Todos, cuando le pagan –precios muy ajustados, por cierto– le dan las gracias y le piden que esa mesa no se la haga a nadie más. Y todos, cuando contactan con él, le piden una mesa como aquella tan chula que hizo para otro cliente.
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