Tablero de ajedrez
Irán está venciendo en Siria como aliado de El Asad y su presencia e influencia en Líbano es cada día mayor
El dimitido primer ministro libanés y líder de la comunidad suní, Saad Hariri, ha regresado a Beirut tras dos semanas largas en Arabia Saudí, a donde se dirigió, por sorpresa y, de creerle, porque temía por su vida. Apenas unas horas después de su huida, la sociedad libanesa expresó el deseo unánime de que volviera, deseo verbalizado también por su principal adversario, el partido Hezbolá, socio político y militar del eje sirio-iraní que está ganando la guerra en la vecina Siria.
Tal vez sin proponérselo, Hariri, que tiene nacionalidad saudí y relación directa con la familia real, ha complicado la crisis regional oficializada por el golpe de palacio dado en Riad por el príncipe saudí Mohamed Bin Salmán.
En el contexto regional, dominado por la rivalidad irano-saudí, Arabia Saudí está perdiendo terreno frente a potencias chiíes, empezando por Irán, covencedor de la guerra civil en Siria, gobernada por la familia El Asad, perteneciente a la rama chií alauí. Lo mismo ocurre con la insurgencia yemení, los Huthis, otra rama del chiísmo. Y el Gobierno suní del minúsculo Bahréin trata con gran dureza las reivindicaciones políticas y confesionales de su más que importante población chií (unos dos tercios del total). Todo esto parece indicar que los acontecimientos en la región no transcurren como desearían los wahabíes, la rama suní perfectamente ortodoxa y rigorista vigente en el reino desde su creación y que confirió la legitimidad de origen a la familia Al Saud.
Irán está venciendo en Siria como aliado de El Asad y su presencia e influencia en Líbano, vía Hezbolá, es cada día mayor. Riad ve con preocupación la impresionante mejora del estatus regional de Irán tras el acuerdo alcanzado por Teherán con la comunidad internacional sobre su programa atómico (alcanzado gracias a la Administración de Obama en 2015).
En este contexto se inserta la huida-dimisión del primer ministro libanés (dimisión oficializada en el extranjero y retirada nada más volver a Beirut), que se ha transformado en una crisis nacional al hacerse evidente que Hariri está actuando según el papel que le ha sido atribuido por terceros.
El tablero de Oriente Próximo se encuentra en esta situación: Arabia Saudí comparte ahora, nada menos que con Israel, la preocupación por el auge iraní y el reforzamiento de Hezbolá. A día de hoy, es seguro que israelíes y saudíes hablan, indirectamente, de esa común preocupación que lo explica casi todo: la intervención de una coalición árabe, financiada por los saudíes, en la guerra de Yemen, hoy en un embarazoso empate sobre el terreno; la victoria del régimen de El Asad en Siria; el absurdo, y fracasado, boicot al emirato de Qatar por negarse a aceptar el diseño regional saudí; y, en definitiva, la prominente posición de Hezbolá en Líbano.
Nadie desea un Líbano de nuevo incendiado por la conducta de Saad Hariri, cuya familia lo debe todo a los saudíes. Probablemente, el nuevo hombre fuerte del reino saudí, el príncipe Bin Salman, tampoco.
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