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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

El acoso nuestro de cada día

De la ciudad nació el civismo; del urbanismo, la urbanidad. El acoso sexual -no la violación, la actitud abusiva- está saliendo del armario. Antes de opinar y condenar, demos a conocer los hechos. Entendamos mejor lo que sucede o sucedió. Y por qué nadie habla o habló

Anatxu Zabalbeascoa

Tengo 51 años y he conocido pocas sensaciones tan liberadoras como la que se da cuando por fin alguien, o algo, destapa una situación de abuso e injusticia que una ha vivido. El efecto es renovador, como respirar un aire más puro que penetra hasta el último rincón de las células y las oxigena.

Recuerdo, hará cerca de cinco lustros, a Cristina Almeida en un debate televisivo diciendo que cuando una mujer denunciaba una violación los comentarios dependían de si era guapa y/o vestía minifalda: “es que lo vas pidiendo” o de si era poco agraciada: “¿Pero quién te va a violar a ti?”. Hasta las mujeres nos reíamos, nos reímos, con esa simplificación burda y machista.

Ahora que tantos abusos están por fin saliendo del armario, y ahora que tantos analistas profesionales lo ponen en duda sin pestañear ni indagar o dudar, tal vez sea el momento de preguntarse por qué no lo contamos antes.

Creo que la respuesta es porque no teníamos nada que ganar. Y que los matices podrán variar entre:

1- Por cobardía y pragmatismo: sentíamos que contándolo solo nos complicaríamos más la vida. Es decir, que nada cambiaría.

2- Porque no contarlo ayudaba a olvidarlo.

3- Por vergüenza.

4- Porque aprender a lidiar con el acoso sexual, en todas sus escalas, curtía, fortalecía.

Por si a alguien le hace falta, aclararé en este punto que una cosa es coquetear, flirtear o tratar de seducir y otra, muy, muy, muy distinta –casi diría que opuesta-, acosar. Si alguien tiene problemas para distinguir entre ambas actitudes, que trate de diferenciar entre forzar y proponer, entre miedo y tranquilidad, entre, feo, muy feo u horroroso, y divertido (para ambos), placentero (para ambos) y bonito.

Me crié en Barcelona. A partir de los 10 años mis hermanas y yo dejamos de coger el autocar escolar y pasamos a esperar el autobús 22 para ir de nuestra casa al colegio. Eran los años setenta. Y era rara la semana (iba a escribir el día) en que, en el interior del bus, no tuvieras que apartarte de una mano que, aprovechando la densidad de viajeros, se acercase hasta tu culo. Debo confesar que, por entonces, creía que buscaban robarme el dinero, el duro que llevaba para comprarme un donut al salir de clase. Pero había poco lugar a dudas. Más allá de las manos estaban los penes.

En el 22 vi mi primer pene. Frente a lo que aseguraban mis compañeras de clase, descubrí que los penes no tenían pelo porque allí había hombres que, sentados en sus asientos individuales, se masturbaban (yo no sabía lo que era masturbarse) , pero sacaban el pene erecto a airearse delante de quien quería mirar y luego les cogía como un tic compulsivo. He pensado muchas veces en por qué nadie decía nada. También me he preguntado si sería nuestra altura de 10 años (mis hermanas 11 y 6) lo que nos permitía verlo. O si tal vez sucedía solo en la línea 22. Pero lo dudo. Esos penes desnudos estaban también en el parque del Putxet, donde jugábamos, y tras la verja del colegio (Sagrado Corazón) junto al barranco, en la parte de arriba del inmenso jardín. Las niñas que hacíamos atletismo les pusimos hasta nombre al tipo que llegaba cada día a aliviarse. Mi amiga Cristina lo recibía a gritos: “¡Qué pequeña la tiene!”, “¡Vaya ridiculez de polla!”.

—Eso es lo que tienes que decir cuando intenten violarte. —me espetó un día—. Cuando intenten violarte. Cuando intenten violarte. O sea, que me iba a pasar. Mi amiga estaba convencida de que pasaría (el intento). Le había ocurrido a otra compañera de clase cuando íbamos a cuarto grado. Un chaval la obligó con una navaja a que le bajara los pantalones y le hiciera una felación. No hace falta aclarar que se lo exigió con más claridad, la niña de 10 años entendió lo que tenía que chupar. Sucedió en el parque que había junto a su casa. En la zona de Francesc Maciá, entonces Calvo Sotelo, la más pija de Barcelona. Lo cuchicheamos durante días. Pero nadie nos lo contó. De ciertas cosas no se hablaba. ¿Era lo normal? ¿Era un mal menor?

Con los años, he pensado que no le dábamos importancia porque no sabíamos más. Porque nos habíamos acostumbrado a que ocurriese, porque no era algo que hablaras con tus padres, ni ellos contigo, y, sobre todo, porque lo que verdaderamente nos asustaba era que nos atracasen. Contra eso sí nos advertían. Por entonces, el atraco a los jóvenes era algo muy frecuente. La consigna era darlo todo, no resistirse. Y todo era… pues lo que llevaban, entonces, los adolescentes en los bolsillos: cuatro perras y unos cromos de picar.

Un día, cuando ya iba a séptimo (12 años) y empecé a ir a comer a casa, mi hermana tenía guitarra y me fui sola en autobús. Antes de llegar a la parada, un hombre con traje y corbata me preguntó por una dirección que llevaba escrita en una libreta. Le dije que no la conocía, pero insistió y me acorraló en el escaparate de una papelería (entonces cerrada a la hora de comer). Comenzó a apretarme la vulva, por encima del uniforme. Yo no supe lo que era aquello. No sé si era tonta perdida o me negaba a entender lo que estaba sucediendo. El hombre tenía una pinta respetable (entonces los trajes no los llevaban sólo los tiburones o los vendedores de pisos, una corbata te compraba la apariencia respetable) y no me dio miedo. Luego creí que buscaba el bolsillo que el uniforme tenía escondido en un pliegue de la falda. Como estaba escondido, la cabeza me decía. “No lo va a encontrar, no lo va a encontrar”. Hasta que el tipo preguntó:

—¿Te gusta?

—No, me hace daño, me hace daño dije y conseguí salir corriendo. Regresé a mi casa.

Mi madre —que ha sido una madre maravillosa y volcada en sus cuatro hijos— le dio la importancia justa: “No te pares a mirar escaparates”, y envió a la chica que teníamos en casa, Ana Mari, a que me acompañara a la parada. Ella estaba viendo el serial de La Línea Onedin, le encantaba porque decía que eran capitanes de barco, como mi familia paterna.

Hoy creo que mi madre hizo bien. Guardó la calma y me la transmitió. No cogí miedo a ir sola. Aprendí a estar alerta, una pérdida para una niña.

Más allá de los viejos verdes del 22 —les llamábamos así al margen de su edad— y del exhibicionista del barranco junto al colegio, esas son las escenas de abuso —que no sabíamos que era abuso, sino algo con lo que convenía saber lidiar— que encuentro en mi infancia. Hasta que cumplo 16 años y me voy a hacer COU a Estados Unidos. Tampoco ahí supe ver el abuso. Lo confundí con una torpeza.

Llevaba tres meses viviendo con una familia muy distinta a la mía, cuando el padre una noche se presentó con una cerveza y desnudo. Yo me había quedado a preparar un examen en la parte baja de la casa, donde solía estudiar. Pensé que estaba borracho, un poco más de lo normal, y se me ocurrió taparme los ojos, en plan, “Uyy, igual no sabías que estaba aquí”. Al día siguiente supe que no podía decirle nada a la madre. Ni a la niña, ni al niño, ni en el colegio”. Por eso nos callamos.

Ahora bien. Cuando comencé a tener otro tipo de problemas en la casa (no me devolvían el dinero que me habían pedido prestado o me cobraban por las comidas) y al delegado de zona de la organización no le parecía suficiente como para cambiarme de casa, entonces sí le conté la escena. El cambio fue inmediato.

Al año siguiente, empecé a estudiar periodismo. Daba clases de inglés en una academia, puedo dar datos: Oxford English, en la Plaza Lesseps. El dueño me hizo una prueba y me dio trabajo cuatro tardes a la semana. También me preguntó si quería posar para él.

—¿Desnuda, no? —quise saber.

—No, no, algo mucho más delicado —recuerdo que lo dijo exactamente así, delicado— con un velo transparente, algo bonito…

Cada mes, absolutamente cada mes, cuando ponía el sobre con mi paga sobre su mesa y yo extendía el brazo, él me cogía la mano.

—¿Entonces vas a posar?

Al cabo de un año decidí irme a vivir a Londres. He tenido la suerte de que mis padres han podido y querido pagarme los estudios por el mundo hasta que, con 21 años y tras morir mi padre, dije que yo misma me haría cargo de mis gastos. Para conseguir esa independencia económica fue fundamental atreverme a buscar trabajo y ponerme a trabajar como camarera. Me fijé en cómo trabajan y fingí una experiencia de dos años —la que pedían— para conseguir un trabajo de fin de semana en un restaurante de Saint John Wood’s . Pertenecía a tres cuñados kenianos que, al pertenecer a la Commonwealth británica, habían elegido la nacionalidad británica y habían decidido abrir un negocio. Cocinaba Sam, un tailandés sin permiso de residencia y que no tenía fiesta ni un día a la semana.

Cuando terminaba de servir y recoger las pocas mesas, el dueño que estuviera esa noche de encargado cerraba el restaurante y me dejaba amablemente cerca de mi casa. Los tres intentaron que me acostara con ellos. Los tres. Había uno muy serio y llegué a pensar: este pasa de todo, no se atreverá. Se atrevió. Es importante en este punto aclarar que yo era una chica normalita, ni bellezón ni cardo, pero vamos, ni rubia, ni ojos azules ni con curvas: flaca, larguirucha y con el pelo rizado.

Es justo decir que sólo me quedé en ese restaurante un mes y que luego, cuando comencé a trabajar en un bar de Mayfair los fines de semana, al que el dueño acudía un día con su mujer y al siguiente con una amante, no volví a recibir esas propuestas. Ese otro dueño, de origen griego, jamás, trató de acercarse más de lo necesario a ninguna/o de nosotros, los camareros jóvenes. Y eso que cuando cerrábamos, a las tres, nos invitaba, de dos en dos, a los clubs que él mismo frecuentaba.

Cuando terminé de estudiar y comencé a trabajar (en museos, galerías y periódicos) ya nunca volví a sufrir acoso. Hasta tal punto que le comenté a una amiga que se me hacía raro. “¿Qué pasa? ¿Me habré vuelto vieja y fea?”. Quise pensar que lo que me había vuelto era segura por tener una educación, una profesión y unos ingresos. Por saber distinguir entre la insinuación y la opresión. Por haber construido, durante años, una coraza que creo que sería mejor explicar con hechos que con las opiniones de quienes, tomando la parte por el todo, confunden lo que ellos (suelen ser ellos, pero también hay ellas) desconocen con lo que ha sucedido y no ha sucedido. Por eso cuento estos hechos. Aunque tengan ya muchos años. Porque son hechos. 

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