Combatir el odio
Combatamos las actitudes y políticas que nos parezcan injustas, pero no ataquemos a las personas
Nueva York. Marzo de este año. Estoy invitado a la ceremonia del Purim en una sinagoga del Upper West Side. El ambiente es muy distendido, judíos progresistas critican en un espectáculo musical las políticas de Trump. Me llama la atención que los niños no están sentados en los bancos. Corretean descalzos de aquí para allá. Me acuerdo de una visita a Auschwitz. Una de las cosas más impresionantes es la pila de zapatos anónimos, miles de zapatos amontonados uno encima de otro, por supuesto, sin pareja. En una urna de cristal, se exponen pequeños zapatos infantiles. Miro a los niños que juegan descalzos en Nueva York. Pudieran ser sus zapatos.
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Según nos contó la guía, los guardianes del campo de exterminio carecían de sentimiento de culpa cuando fueron interrogados por los aliados. Tan solo, hacían su trabajo. Algunos los transportaban en tren. Otros los bajaban. Otros los conducían a las cámaras de gas. Otro cerraba la puerta. Y otro abría el conducto del gas. Pero ninguno de ellos completaba todo el proceso. Por eso, no se veían a sí mismos como asesinos. Y tampoco los deportados eran víctimas.
La cosificación del otro, no verlo como ser humano sino como un ente difuso es la base donde se asienta el odio. Subrayo unas líneas del libro Contra el odio de Carolin Emcke. “El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas y contradictorias”.
“Tenemos que respetar al otro lado, no podemos ser como ellos”, dice Bernie Sanders
Levanto la mirada. Me acuerdo de mi infancia en el País Vasco de los ochenta. Se odiaba mucho y en muchas direcciones. Recuerdo que había una palabra que me incomodaba, “Zuek” (vosotros). Todos argumentaban, “es que vosotros”… Y yo me preguntaba qué quería decir realmente ese vosotros. Vosotros los vascos, vosotros los nacionalistas, vosotros los no-nacionalistas, vosotros los que hablan euskera, vosotros… Me chocaba porque una persona puede ser muchas cosas a la vez. Yo siempre he creído más en el tú o el yo. Los americanos hacen esto, los musulmanes lo otro, los españoles son esto, los judíos son así, las mujeres asá, los vascos, los catalanes, los africanos, los gais… los, los, los, las… Como si no estuviéramos hablando de personas con nombres y apellidos.
Si las actitudes y discursos de personas concretas, si las políticas de los Gobiernos nos parecen injustas combatámoslas, debatamos, hablemos. Pero dejemos de atacar a las personas que, en la mayoría de los casos, son maravillosas.
Sigo subrayando el libro de Emcke: “En los últimos años se ha ido articulando, de manera creciente, cierta incomodidad, respecto a un exceso de tolerancia: la idea de quienes profesan una fe distinta, tienen un aspecto diferente o practican otras formas de amar deberían darse por satisfechos y dejar tranquilo al resto. Es un hecho probado la recriminación discreta, pero inequívoca, de quienes afirman que, con todo lo que se les ha concedido ya, los judíos, los homosexuales o las mujeres deberían estar contentos y guardar silencio”. Es un odio personal e institucional a las minorías, al diferente.
En una minoría existe el choque, el individuo y su entorno y el de la minoría con la mayoría. ¿Cómo hacer de esta comunidad alguna vez silenciada una sociedad donde cada individuo se sienta a gusto y en libertad, cómo hacer que sea plural e inclusiva sin caer en la asimilación cultural?
Considero que haber vivido en una comunidad desplazada, con miedo a perder su propia identidad, nos debe hacer mirar las cosas de otra manera, el hecho de haber sufrido nos tendría que hacer más abiertos y no al contrario, ponernos en el sufrimiento del otro. Pero no siempre ocurre. Y una minoría puede ser más tarde mayoría, y al revés.
Tuve ocasión de escuchar a Bernie Sanders en vivo. El demócrata habló de los problemas que atenazan a su país, como el deficiente sistema sanitario, cómo un 1% de la población tiene el 20% de la riqueza, cuando hace pocos años era el 7%, el muro con México, la situación de las minorías incluido el colectivo LGTBQ. Pero dijo algo que me llamó la atención. Afirmó que él no era como Trump, que no iba a hacer chistes fáciles sobre el presidente, que, al fin y al cabo, supo jugar sus cartas al acercarse a un electorado que los demócratas habían descuidado. Y terminó diciendo: “Tenemos que respetar al otro lado, no podemos ser como ellos”.
No ser como ellos. Para que, algún día, todos seamos iguales.
Kirmen Uribe es escritor.
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