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Columna
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La otra herencia de Franco

La izquierda maneja bien “Francia” o “Italia”, pero se atasca en “España” y acude a “Estado español”

Carles Puigdemont y Oriol Junqueras durante una reunión del Gobierno de la Generalitat.
Carles Puigdemont y Oriol Junqueras durante una reunión del Gobierno de la Generalitat.CARLES RIBAS (EL PAÍS)

Como inauguro sección y no quiero arriesgar, comenzaré por lo seguro, como Rajoy cuando sale por tautologías: Franco hizo mucho daño a la izquierda. Para empezar, lo sabido y últimamente olvidado: la represión recayó fundamentalmente en sindicatos y organizaciones de izquierda. Y se concentró, especial y no sorprendentemente, en las zonas más pobres. Los perdedores habituales, los sin aldabas. Se conocen bien los casos de Sevilla y Badajoz; algo menos, que en Burgos o Santander se fusiló a más gente que en toda la comunidad vasca y eso sin tener en cuenta la enorme diferencia en habitantes.

Con todo, el daño más hondo afectó a las ideas. Incluso a algunas que son condición de posibilidad de la política en tanto comprometen el reconocimiento del interés general, del espacio de ciudadanía. Anecdóticamente, se deja ver en esa izquierda que maneja con naturalidad “Francia” o “Italia”, pero se atasca ante “España” y acude al ortopédico “Estado español”, por cierto, genuinamente franquista. Hay en ello, y bienvenido sea, una saludable prevención ante el nacionalismo español, por lo demás, bastante innecesaria, habida cuenta su condición residual, según muestran distintas investigaciones. Más grave es que la alergia a España arrastra a la idea misma de Estado y, con este, a la del imperio de la ley. No es una broma, porque quien desprecia al Estado y se pitorrea del cumplimiento de la ley desprecia a los más débiles. La ley es el poder de los sin poder.

El bloqueo se extiende hasta en el uso de “ciudadanos españoles”. Como Franco, quien, que yo sepa, jamás usó el sintagma. Algo que, por cierto, ha rentabilizado el nacionalismo al imponer sus metáforas, entre ellas, esa —que viene de la dictadura— de calificar como “emigrantes” a ciudadanos que cambiaron de región en busca de trabajo. El sostén del relato “deben integrarse en una tierra que los acoge, les da trabajo y a la que deben gratitud”. Sobre ese terreno ha levantado su entera maquinaria la destrucción nacionalista del ideal ciudadano. Otra herencia: quienes llegaron sin conciencia ciudadana, por Franco, siguieron dudando de si podían reconocerse plenamente catalanes, de si cumplían los requisitos de identidad establecidos por el nacionalismo. El virus se había inoculado: sí la integración es una cuestión de grados y méritos, hay buenos y malos catalanes. La ciudadanía es cuántica: todos iguales.

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Los efectos de la distorsión no son pequeños. Si prescindimos del léxico de ciudadanía mal podemos hablar de derechos y aun menos de redistribución, que solo se puede calificar de justa cuando se produce entre individuos (la otra, esa chatarra de la “solidaridad entre los pueblos”, la caridad, es compatible con agudas desigualdades sociales). El despropósito tiene, si quieren, hasta su escenificación. El pasado julio, cuando en el Congreso de los Diputados el Rey recordó que “fuera de la ley solo hay arbitrariedad, imposición e inseguridad” e Iglesias le reprochó que no hubiera hecho ninguna mención a la pluralidad. De un lado, Kant y el republicanismo. De otro, Savingy y el Volksgeist.

Definitivamente, la culpa es de Franco.

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