La coronación de Palomo
Un huracán impidió que el escritor Boris Izaguirre acudiese al gran desfile del año. Pero, desde Miami, argumenta por qué fue lo más grande que le ha pasado a Madrid en años
El desfile de Palomo Spain ayer en el Hotel Wellington pasará a ser recordado como una coronación, un instante descaradamente feliz absolutamente necesario en estos días casi apocalípticos. Ante el avance de las catástrofes naturales, Palomo inundó con batas, vuelos, esa maravillosa mezcla de la estética de Dinastía combinada con la de la Pantoja recién enviudada, manejada, combinada, desmadejada con habilidad y humor. La primera ovación se la llevó la elección del lugar, el Hotel Wellington, donde vivió sus últimos días Ramón de la Serna. Y donde tradicionalmente se alojan los toreros más raciales para vestirse, envueltos en su especial liturgia, antes de salir al ruedo. No podía ser mayor la ironía. Palomo diseña para una generación que adora el intercambio de genero, hombres que se visten como mujeres y mujeres que van como hombres, y que desfilaron una colección de gran sastrería en el sacrosanto lugar de los toreros, la imagen más compleja, machista, casi violenta de España.
Bravo. La excitación en el amplio lobby del hotel era tan estruendosa y tan potente como un huracán. El desfile tenía como tema la vida en un hotel, con sus botones, sus huéspedes, sus divas erráticas. Una novia y un novio, dejándose el culo al aire y cubierto de vuelos en forma de flores, lirios y transparencias, pantalones bordados con lentejuelas: el lenguaje sutil pero nada sutil del gran Palomo. Y todo, encima de una alfombra rojo sangre, el color de las alfombras de los grandes hoteles, la moqueta que ha inspirado a todas esas alfombras rojas de los photocalls del siglo XXI. Batas en vez de esmóquines, porque, en el fondo, asi ha sido históricamente: la chaqueta de esmoquin nació cuando se acortaron aquellas batas de la era victoriana. Colores, sedas, vuelos, plumas. Ante uno de los diseños, modelado por un joven que parecía un Hércules feminizado, alguien soltó: “¡Marisa Berenson!”, y casi se viene abajo el recinto. Y la figura del joven se multiplicó en los espejos del salón.
Y de repente, la apoteosis: Rossy de Palma, transformada en esa diva errática, como Garbo en Gran Hotel, que atraviesa el foyer en busca de algo, un hombre, un cambio de destino, y lo hace envuelta en una bata verde oliva, deslumbrante y desorientada. Efímera, hasta trémula, envuelta en aplausos, una ovación entregada y pendiente de si la gran Chica Almodóvar miraría al director, sentado en la punta del sofá mas vigilado de todo el desfile. No, no lo hizo. Esta vez no necesitaba su aprobación porque estaba envuelta en la historia, la futura efeméride de ser la estrella en la coronación de Palomo.
La lista de invitados fue igual de estruendosa. Eugenia Martínez de Irujo, aportando a la front row (diseminada en sofases y tuyyós napoleónicos de terciopelo morado) el punto aristocrático y racial de su histórica casa. Y su ojo moderno para estar donde hay que estar. Samantha Vallejo Nájera y María Fitz-James, la Griega, entre los modelos. Ana García-Siñeriz y Raquel Sánchez Silva, como embajadoras de la nueva televisión. Eugenia de la Torriente, seria, inmutable, la intelectualidad editorial de la moda. Macarena Rey y Cristina Lozano, evidentemente las nuevas clientas de la firma. Otro tipo de coronación: el espectáculo y la transgresión de Palomo son comerciales, ponibles y tan arrolladoramente in que quieres salir del desfile vestida o vestido con cualquiera de los diseños. O, por qué no, completamente desnudo porque ya llevas puesta encima la atmosfera, el rollo y el olor triunfal la era de un nuevo imperio del glamour.
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