En estos solares abandonados surgieron los primeros ‘influencers’
Entre el fin del punk y el estallido del ‘house’, Londres vivió la escena nocturna más fascinante. Algunos de sus protagonistas la recuerdan
“Aquello sí que eran fiestas”, le dirá cualquiera, refiriéndose a cualquier escena que frecuentó cuando tenía entre 19 y 29 años. Ahora, si el que lo dice estuvo por Londres en la segunda mitad de los ochenta y se dejó caer por clubes efímeros como Dirtbox, Westworld o Taboo (John Galliano era un habitual), que brotaron como hongos por toda la ciudad, es probable que tenga razón. La llamada warehouse scene (por los almacenes abandonados en los que tenían lugar muchas de las fiestas) o rare grooves, como se llamaría más tarde, surgió por reacción. A principios de los ochenta, los punks domesticados habían empezado a salir hasta en las postales que se vendían en los quioscos de Oxford Street y la vida nocturna de la capital británica era sorprendentemente provinciana, aparte de segregada. “Los clubes estaban en el West End y el Soho y tenían una política de puerta muy racista”, rememora Bill Brewster, coautor del libro Last night a dj saved my life (Anoche un dj me salvó la vida), pinchadiscos e historiador infatigable de la música de baile. “Existía una cuota determinada de gente negra que podía entrar en un club, así que muchos de ellos ya ni lo intentaban. Para los blancos tampoco era fácil. Yo jamás habría entrado en The Wag, el club de moda al que iban los aspirantes a estrellas del pop y la gente cool”.
La única vía posible era reinventar la fiesta. Por suerte, la ciudad entera estaba repleta de espacios vacíos, algo impensable ahora que hasta el solar más desangelado se ha convertido en suelo especulable, y en muchos casos hasta los agentes inmobiliarios se convertían en cómplices, cediendo las llaves de sus locales a los nuevos promotores de fiestas que iban surgiendo y que tenían poco que ver con la idea semimafiosa del empresario nocturno que existía hasta entonces.
Un poco por accidente, Dave Swindells se convirtió en el fotógrafo oficial de esas noches. Su hermano Steve era uno de esos nuevos emprendedores de la noche. Organizaba una fiesta ilegal en un club social del sur de Londres, The Lift, y le consiguió trabajo de camarero. Allí, cuando no recogía cristales del suelo “de entre los pies de los góticos” o servía “Malibús con piña y otros cócteles horteras”, sacaba su Pentax y fotografiaba a clubbers en distinto estado de euforia y descomposición. Era demasiado tímido para pedirles que posaran para él y acabó desarrollando un estilo que ha pulido a lo largo de casi cuatro décadas como reportero nocturno, dos de ellas en Time Out. “A principios de 1985, llevé mis fotos a i-D y tuve suerte porque en ese momento su fotógrafo de clubes quería pasar a otra cosa. Empecé a hacer fotos en las que preguntaba a la gente qué llevaba, básicamente la misma idea que los blogueros de estilo han copiado hasta la náusea desde principios de la década pasada. Eso me daba una entrada mágica a todas las fiestas legales e ilegales de Londres porque a los promotores les encantaba salir en i-D”. Esa cabecera y su directa competidora en cuanto a cosas certificadamente molonas, The Face, nacieron con meses de diferencia en 1980 y, ahora que los medios están tan atomizados, es difícil hacerse a la idea de su potente influencia. “Fueron las primeras publicaciones en tomarse en serio no solo la música, sino la moda que acompañaba a es música. Funcionaban como el periódico local de la escena de clubes de Londres”, asegura Brewster. Robert Elms, el escritor y zelig de la cultura underground londinense que siempre ha sido todo lo que tocaba ser antes que nadie, llámese mod o new romantic, escribió entonces una especie de manifiesto político sobre el clubbing en The Face que convenció a los despistados que quedaban. “Un día había unas cuantas personas enteradas en media docena de clubes y al día siguiente tenías a miles de personas andando por ahí con tejanos rotos y cortes de pelo rockabilly. Fue un cambio sísmico”, reconocía el dj y productor Terry Farley en una historia oral del movimiento que publicó Red Bull Music Academy. También tuvo un papel fundamental en la difusión de la escena Kiss FM, que entonces era una radio pirata en la que pinchaban los mismos dj del circuito y que daba pistas encriptadas de dónde encontrar las mejores fiestas ilegales.
El corte de pelo que mencionaba Farley, conocido como flat top, era una de las marcas de la escena –lo llevaba Jay Strongman, el dj más carismático de la época y probablemente una de las primeras personas en hacerse famosa por poner discos–, pero es difícil hacer un retrato robot de los clubbers de la época, porque todo valía. “Por entonces, los góticos se habían convertido en glam, el rockabilly todavía inspiraba muchos peinados, los estilos Buffalo y Hard Times seguían siendo influyentes y a los B-Boys les podían gustar tanto las rare grooves como Public Enemy. Después, en clubes como el Taboo reinaba un estilo High Camp dictado por Leigh Bowery –relata Swindells–, y además estaban los casuals, que llevaban ropa italiana y querían ser como los Paninari, los chavales a los que les molaba el reggae con raíces, el metal, el post punk… Lo más unificador era que casi todo el mundo llevaba un pelo fabuloso”.
Ir a sacar fotos al Taboo siempre tenía premio. Allí se dejaban caer Leigh Bowery y David Holah, el creador de la influyente marca Bodymap, así como John Galliano y Jean Paul Gaultier. “El portero solía recibir a la gente con un espejo y les preguntaba: ‘A ver, ¿tú te dejarías entrar a ti mismo?’. Yo jamás lo hubiera conseguido de no ser por la cámara”, admite el fotógrafo, que recuerda también Kinki Gerlinky, la fiesta mensual que se celebró desde el 89 hasta el 92 y en la que las drag queens y los travestidos hacían concursos de looks como los que aparecen en el documental Paris is burning. La música era tan ecléctica como las pintas. Según Brewster, reflejaba bien lo que pasaba en Londres. “En los clubes a los que yo iba ponían una mezcla de música muy nueva, electro, discofunk y el primer hip hop, pero mezclado con soul y jazz antiguo. Jay Strongman lo mismo pinchaba rockabilly que salía con My baby just cares for me, de Nina Simone, o un disco de los cincuenta de Esther Philips”. En las fiestas Shake’n’Fingerpop sonaba funk americano y, en general, como corresponde a una escena subversiva por la vía hedonista, triunfaba cualquier temática revoltosa, como B-Movie, la canción anti-Reagan de Gill Scott-Heron, o Impeach the president, de los Honey Drippers.
Sin embargo, a esos clubes, que podían brotar en cualquier lugar del Gran Londres, incluidos los suburbios como Wembley, no se iba solo por los discos. En Westworld, la fiesta (legal) que se celebraba en la sala Brixton Academy, era habitual encontrar autos de choque –exacto, como en el Sónar–, bicis BMX, rings de boxeo y atracciones de feria. Y las fiestas del promotor Nicky Holloway crecían en una espiral cada vez más ambiciosa y acabaron celebrándose en el zoo de Londres o el Museo de Historia Natural. “Cada vez que salías, no tenías ni idea de dónde acabarías la noche. Podías empezarla en un pub del Soho, donde te daban un flyer, y acabar ocho horas más tarde viendo salir el sol o bailando en un campo a 40 kilómetros de Londres”, recuerda Swindells. “Ahora, los festivales se han apropiado de esas ideas y la gente que va se da un hartón de cultura supuestamente alternativa en un fin de semana loco de verano”, añade.
Para explicar la muerte, o la discreta disolución, de aquella escena hay que poner en fila a varios sospechosos. En primer lugar están las propias fuerzas del orden, que encontraron la manera de descubrir las fiestas sin licencia. En segundo, un mercado inmobiliario de subidón por las políticas de Thatcher que hizo apetecibles aquellos espacios antes vacíos. Y como factor interno de la propia fiesta, la llegada del house como una apisonadora que arrambló con aquel alegre salpicón musical. Según Brewster, el nuevo estilo “se hizo fuerte” en cuestión de meses y no dejó lugar a nada más. Y con el giro en las cabinas cambió también las sustancias de acompañamiento. “Hasta entonces, la gente pasaba la noche con cerveza y marihuana, pero con el acid house llegó el éxtasis, y a los chavales negros no les gustaba tomar drogas químicas, preferían fumar porros. Eso cambió el aspecto de los clubes”, resume el dj y periodista.
Para Swindells, a quien aún le quedaban muchos años de ir de fiesta con su cámara, el espíritu de la era no se encarnó tanto en las raves de los noventa como en la breve escena electroclash que reinó a principios del milenio, con fiestas como Nag Nag Nag o Kash Point, “montadas por gente que había empezado a salir en los ochenta y que logró trasladar la misma onda. Los estudiantes de moda y diseño, con sus looks extravagantes, se implicaron como no lo habían hecho en veinte años”. De todas formas, dice, discutir si 1988 fue mejor que 1991 no tiene mucho sentido: “Puede que en 1988 fueras demasiado joven y en 1991 experimentases por primera vez lo que es estar en una rave con centenares de personas cantando una increíble canción nueva, y eso es lo que importa”.
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