Fobia a la islamofobia
El rechazo occidental es el argumento unificador, el estímulo para alistarse a la causa del ISIS
El yihadismo aspira a la islamofobia. Cuesta trabajo admitirlo, pero la paradoja expone, en realidad, el veneno de la crispación y del conflicto que pretende extender el califato de Al Bagdadi, fomentando el oscurantismo y socavando entre los instintos de las comunidades llamadas a exacerbar la refriega: fieles contra infieles.
La mera idea de organizar el atentado en un territorio de significativa presencia musulmana —Cataluña— entronca con la estrategia ya emprendida en Francia. El objetivo de París perseguía atormentar la capital simbólica de la razón, de las libertades, de la cultura, del hedonismo, pero además golpeaba un país donde la comunidad musulmana sobrepasa el 5% y se arraiga, excitable, en la periferia de las principales urbes.
Ha crecido la islamofobia en Francia tanto como ha subido la doctrina patriótica-xenófoba del Frente Nacional, pero el auge de la extrema derecha y el recelo al musulmán “corriente”, pacífico, obedecen no ya a la expectativa del yihadismo sino a sus planes de beligerancia orgánica y de enfrentamiento social.
Sería la manera de atraer partidarios a la guerra santa y de radicalizar las comunidades más vulnerables. El Estado Islámico busca y rebusca su predicamento —y su prédica— en el ejército de voluntarios y de mártires, de tal manera que la islamofobia representaría una suerte de argumento unificador y de estímulo para alistarse en la gran causa.
Semejante constatación no implica que las sociedades occidentales deban ceder o condescender con las vulneraciones al laicismo. El mismo escrúpulo contra la injerencia religiosa que se aplica a las iglesias “convencionales” debe prevalecer cuando el imán se extralimita o cuando los hábitos doctrinales de los musulmanes trastornan las reglas de convivencia. No se pone en cuestión el islam ni el derecho a practicarlo, simplemente se acota, se restringe, el espacio de la fe y de las creencias al ámbito de la vida privada. Es la perspectiva de la que resulta estrafalario oponer a la religión del turbante el orgullo del catolicismo rancio-patriótico. No ya despojando la idiosincrasia occidental de su bagaje grecolatino fundacional y lúcido, sino osando a intervenir en la legislación del aborto, del matrimonio gay, del divorcio, en defensa de la sagrada familia.
Tenía razón el difunto Tzvetan Todorov en su valiente ensayo sobre los bárbaros del siglo XXI. No se refería el pensador franco-búlgaro a los piratas de las pateras, ni a los fontaneros de Varsovia, ni a los “hunos” ni a los otros. Aludía Todorov al amurallamiento, al histerismo y al oscurantismo que ha comportado en Occidente el redescubrimiento de la vulnerabilidad. Los bárbaros somos nosotros, para entendernos. Comprendo que Oriana Fallaci se revuelva entre el polvo y los crisantemos, pero se antojan impropios de una sociedad tolerante e ilustrada la superstición del chivo expiatorio, el hábito “ejemplar” de la islamofobia —o del antisemitismo— y el hallazgo del miedo como un factor de cohesión social.
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