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Columna
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¡No es el islam!

Los yihadistas son musulmanes ultraortodoxos y los inquisidores eran católicos

Antonio Elorza
Un momento de la concentración en la Plaza Catalunya de Barcelona con el lema "La comunidad musulmana contra el terrorismo".
Un momento de la concentración en la Plaza Catalunya de Barcelona con el lema "La comunidad musulmana contra el terrorismo".ANDREU DALMAU / EFE

Era el grito de una joven musulmana, participante en la manifestación de solidaridad con las víctimas de los atentados de Cataluña. Nada hace dudar de su total sinceridad: como creyente condena lo ocurrido, incluso desde la angustia. Más medida, la repulsa de Riay Tatari, presidente casi eterno de la Comisión Islámica española, se dirige contra “toda clase de terrorismos”. Elude con astucia toda adjetivación. Por sus múltiples declaraciones, sabemos que desde siempre Riay Tatari manifiesta lo que siempre proclaman otros destacados propagandistas, como Tariq Ramadán o Nadia Yassine, perteneciente esta última a la asociación marroquí Justicia y Espiritualidad, ahora asentada en el País Vasco, que el islam es la paz y que todo intento de pensar que los yihadistas “que se creen musulmanes” no son sino “antiislámicos” es sentar plaza de islamófobo. Y la pelota pasa indebidamente al campo de las víctimas.

Así que tanto ellos, como Al Qaeda o el Estado Islámico, serían protagonistas de actos de barbarie, “locuras” ajenas a su religión. La cortina es eficaz, solo que semejante ocultación es el vivero de la islamofobia, ya que la gente común rechaza asumir esa disociación entre una creencia tan benéfica y las acciones criminales de quienes las ejecutan al grito de “¡Allah-u Akhbar!”. El fondo xenófobo hace el resto.

Y es que los yihadistas son musulmanes y defensores de una versión radical, ultraortodoxa del islam, de la misma manera que los inquisidores eran católicos, vaya si lo eran. El recurso habitual de tantos creyentes, dirigido a conjugar la solidaridad hacia las víctimas con el distanciamiento de unos correligionarios así excluídos, tiene entonces un precio muy alto. Lleva al cumplimiento del dictámen coránico de que un creyente nunca testificará contra otro, a que la comunidad musulmana tampoco se pregunte cómo salen de su propio seno esas fieras y a que no detectemos los gérmenes de violencia en el sermón de un imán.

La construcción teológica en el Corán de la Meca, núcleo de la doctrina, no incluye la yihad como guerra contra el no-creyente, pero la experiencia práctica del Profeta armado después de la hégira, sí. El Corán, las sentencias, las biografías de Mahoma ofrecen la inequívoca doble fundamentación de la yihad como mediación necesaria hasta que el islam impere universalmente (2,193) y de la exigencia de aterrorizar por las armas a los enemigos de Alá (8, 60). Para el yihadismo, desde un regreso a los orígenes (salafismo), su cumplimiento debe ser implacable, en un mundo partido en dos, porque fuera de la umma de los creyentes solo hay enemigos reales o potenciales, dehumanizados. Una arqueoutopía a desarraigar en su proceso de inserción en las mentalidades.

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