En la burbuja del fanatismo
Los anima un espíritu común, se saben de pronto distintos a los demás, y empiezan a operar en el orden superior de las gestas gloriosas
Un buen día llega el momento y toca proceder. Es lo que les ha pasado a los muchachos que, en Barcelona y Cambrils, se lanzaron contra sus semejantes con el loco afán de provocar la mayor destrucción posible. Se habían preparado para hacerlo, lo hicieron.
Esos muchachos, ¿qué les sucedió para que un día abandonaran la felicidad de un buen regate o de un gol y abrazaran una causa que iba a impulsarlos a matar y a morir? ¿Qué mecanismos psicológicos intervinieron en el proceso? ¿Y sociales? ¿De dónde les llegaron las ideas que fueron germinando en su interior para convertirlos en asesinos? ¿Quién trajo la semilla del odio? Hace unos años, en 2006, el escritor estadounidense John Updike pretendió contestar esas preguntas en una novela, ‘Terrorista’. Operaba empujado por el inmenso dolor y la inquietante perplejidad que produjeron los ataques a las Torres Gemelas y quería saber qué diablos, qué es lo que opera dentro de aquellos que son capaces de desencadenar tanto horror. Así que se metió en el interior de su joven protagonista, Ahmad, que un día toma el volante de una furgoneta cargada de explosivos y se dirige a la Gran Manzana.
Para implicarse con tanta dedicación en la empresa de causar el mayor daño posible al enemigo no basta con cargar encima un amplio catálogo de humillaciones, tampoco es suficiente un intenso dolor de caries (por referirse a un resorte puramente físico) o la ira que provoca arrastrar una vieja y lacerante ofensa. Todo eso seguramente sirve, y mucho, pero hace falta algo más para llenar deliberadamente las calles de cadáveres. Hace falta cumplir una misión. Y estar convencido de que toda esa destrucción va a tener sentido.
“Mi profesor en la mezquita dice que todos los infieles son nuestros enemigos”, explica en la novela Ahmad. Y añade: “El Profeta advirtió que llegará el día en que todos los que no creen serán destruidos”. Quizá sean este tipo de consideraciones las que al final arrastraa a un muchacho a abrazar una causa que lo supera, que va mucho más lejos: ya no son sólo suyas esas pequeñas humillaciones cotidianas, alguien se ocupa de advertirle de que forman parte de una vieja e inmensa herida. Una herida remota que padecimos ‘nosotros’ y que provocaron ‘los otros’, los enemigos, los impíos, los infieles, los que ya dijo el Profeta que serían destruidos. Y los muchachos deciden colaborar.
Los anima un espíritu común, se saben de pronto distintos a los demás, y empiezan a operar en el orden superior de las gestas gloriosas. Tienen localizado al enemigo, lo conocen, abominan de sus costumbres. “Tras una vida vivida siempre en los márgenes, ahora está a punto de traspasar la palpitante frontera que lo llevará a una posición de radiante centralidad”, dice John Updike de su joven protagonista. Protegidos dentro de una burbuja que los blinda ante cualquier argumento, esos muchachos un día se lanzan para que todo ese odio acumulado adquiera sentido. Y matan. Pero nada. No hay sentido alguno en su tarea: sólo destrucción.
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