Skaters, de las calles al olimpo
IMAGINE QUE SALE VOLANDO por una rampa en forma de U hasta una altura de ocho metros, y que luego vuelve a entrar por el mismo extremo. Todo esto subido a un skate, el antiguo monopatín. Es lo que hizo en 2015 el skater profesional Danny Way para romper su propio récord Guinness de salto aéreo. Sus fans siempre esperan que ponga el nivel de miedo en una barrera más alta. Y él, que no debe conocer esa sensación, nunca decepciona, y, lo mismo que salta desde un helicóptero a una rampa, cruza la Muralla China (se elevó por encima de los siete metros para pasar al otro lado que mide casi cinco de ancho) volando de una rampa a otra. De hecho, cuanto más pregunto entre los skaters de todas las edades por las calles y parques de Madrid qué piensan antes de ejecutar un truco que supone un riesgo de caída grave, cobra más fuerza la idea de que el miedo no puede existir si se quiere patinar como un profesional. Un buen skater es alguien con más destreza para caer y salir ileso que para hacer un truco.
Vivo desde 2005 en Madrid y tengo 40 años. Cuando empecé a patinar con 12 en la Lima de Sendero Luminoso a finales de los ochenta, el mayor miedo no era que uno de los grupos terroristas más sanguinarios de América Latina pusiera un coche bomba en la plaza o calle donde patinaba con mis amigos, sino que llegaran unos delincuentes y me pegaran un tiro o me acuchillaran para robarme la tabla. Pero esta tarde de sábado, en el skatepark de Legazpi, en Madrid Río, el sol pega fuerte y se respira una atmósfera apacible.
“Un momento de duda puede ser fatal. Solo la práctica da seguridad”, cuenta Estévez.
Francisco Javier Estévez, granadino de 40 años y skater desde los 12, patina con su hijo y sus amigos, siete en total. “Un momento de duda al realizar un truco puede ser fatal”, dice, “solo la práctica da seguridad”. Si un chaval que está aprendiendo suele dedicar todas las tardes libres a patinar, un profesional desayuna, come y cena con la tabla bajo los pies. Psicólogo de profesión, Estévez es responsable de grandes cuentas para una multinacional que vende mobiliario de oficina.
Estévez y los chicos salen por las calles a patinar y graban sus excursiones urbanas. Cuando vivía en Granada, aprovechaba sus viajes a Madrid para patinar en Colón, el punto de reunión de los skaters en los años ochenta. Ambas ciudades comparten el mismo ADN, hay buen feeling y las calles están hechas para patinar, aunque no tanto como las de Barcelona, San Francisco o Nueva York. Allí las aceras son más lisas, abundan las escaleras, las barandillas, y hay bordillos de todas las alturas, como si cada manzana fuera tierra virgen lista para ser conquistada. Y a veces, como sucedió con el Love Park en Filadelfia, a inicios de los noventa, los skaters ayudan a convertir una plaza gobernada por mendigos, alcohólicos y drogadictos en un espacio seguro.
El grupo coincide en que el buen rollo impera en los skateparks. Nadie humilla a nadie mostrándose más diestro, como sí sucedía en mi época. Los más experimentados siempre están dispuestos a enseñar a los novatos. Los chicos se juntan a ver vídeos y elegir el truco que practicarán ese día, como si fueran la reencarnación de su ídolo. Se descargan la música de los vídeos para motivarse mientras descubren nuevos barrios y conocen amigos. Como en mi época, también ahora se trata de una pose para algunos adolescentes que solo buscan una estética que los haga sentirse parte de una tribu. Para reconocer a uno de sus miembros, basta fijarse en las zapatillas. Si la parte exterior del empeine está desgastada, esa persona sabe lo que es un ollie, truco matriz que consiste en pisar con un golpe la cola del skate para que se eleve y arrastrar el otro pie hacia la punta para nivelar la altura. Es como aprender a flotar antes de tirarse a una piscina. Lo inventó Alan Gelfand en 1978 y lo perfeccionó unos años más tarde otro norteamericano, Rodney Mullen.
El skate surgió en California a mediados del siglo pasado como una extensión urbana de las olas, cuando los surfistas querían divertirse y el mar estaba manso. El virus de la diversión sobre cuatro ruedas se fue contagiando y aquellas tablas primitivas de madera se fueron estilizando. Los pioneros se deslizaban por las calles como si fueran olas, una etapa que duró un par de décadas.
Un profesional desayuna, come y cena con la tabla bajo los pies.
Francisco José Burgos pertenece a esa prehistoria, nació en 1964 y empezó a patinar a los 13 años cuando le dejaron un sancheski, nombre que adoptó la tabla en España porque Sancheski era una compañía del País Vasco que las fabricaba. Sentado en Stance, su tienda de la madrileña calle de los Jardines, Burgos narra que era un buen estudiante, pero su padre le prohibió patinar y eso sacó al rebelde que había en él. En general, los skaters no suelen ser buenos deportistas en el colegio ni los chicos más populares de la clase, se les asocia con lo raro y lo marginal. Burgos dejó los estudios en segundo de BUP y se tomó un año sabático, tras el cual decidió que pasaría sus días patinando con tablas importadas. El rebelde, ya domesticado, las compraba gracias a que su padre trabajaba con la música y él ejercía de DJ. Viajando a campeonatos por Europa conoció a skaters de todas partes. Así se hizo amigo de un holandés que era uno de los mejores del equipo europeo de Santa Cruz, compañía fundada en California y la más longeva del mundo. El holandés lo eligió para que fuera el representante español en el equipo.
Se calcula que, solo en Estados Unidos, hay unos 10 millones de personas patinando. No existe un censo oficial, pero se habla de 40 millones de skaters en el mundo. Pese a las cifras, el skate, como el punk, siempre ha exhibido una vocación anárquica. Nadie va a decirle a un skater cómo debe montar y menos exigirle que se inscriba en un club o federación para que se considere como tal. Sin embargo, uno de los objetivos de la Comisión Nacional de Skateboarding en España, integrada en la Federación de Patinaje, pasa por el “desarrollo de nuevos centros de tecnificación en las diferentes comunidades autónomas”. El skate también ha sido institucionalizado. Será uno de los nuevos deportes olímpicos en los Juegos de Tokio 2020.
pulsa en la fotoJosep (Peñíscola).Felipe Hernández
También las marcas multinacionales lo han puesto en su radar: eligen a un skater joven y admirado en su país para que lleve la imagen corporativa de la firma. Aunque dudo que alguno vuelva a patentar un modelo de zapatillas como lo hizo Steve Caballero, Cab para sus seguidores, quien a finales de los ochenta vio que varios skaters cortaban sus zapatillas altas para tener mayor comodidad y se lo contó a su patrocinador. Así nacieron las Vans Half Cab, esas zapatillas que forman parte del uniforme de esta tribu. Marcas como DC Shoes, Converse, Plan B, Zero, Element y otras firmas locales figuran ahora entre los patrocinadores.
Para convertirse en un skater amateur hace falta apenas una inversión de unos 100 euros para la tabla y unos 60 para unas zapatillas adecuadas que hay que ir renovando periódicamente. Otra posibilidad es que una marca los auspicie. En España son pocos los que viven de patinar y pueden ganar unos 1.500 euros al mes. Profesionales españoles como Rubén García y Jesús Fernández lograron formar parte de equipos importantes de Estados Unidos junto a skaters que ganan entre 60.000 y 200.000 dólares al año. Fernández sigue en Lakai y Chocolate, dos firmas míticas. También hay quienes se especializan en competir, en Estados Unidos hay torneos con premios de hasta 150.000 dólares, mientras que aquí lo regular son 2.000 euros.
El miedo no puede existir si se quiere patinar como un profesional.
Sancheski, el primer promotor del skate en España, también tenía un equipo integrado por chavales que recorrían el país exhibiendo sus habilidades. A finales de los sesenta y durante los setenta, el skate callejero apenas gateaba, era más que nada una demostración de equilibrio sin trucos que exigieran giros con saltos a la vez. Con la invención del ollie, los patinadores entran en una dimensión desconocida que todavía siguen explorando. No hay límites para los trucos. Sirvan las palabras de T. S. Eliot para ilustrarnos: “Los poetas inmaduros imitan; los maduros roban”. Un gran skater se apropia de un truco y lo eleva a un grado de dificultad que parece inalcanzable.
Como poetas inmaduros que éramos, mis amigos de Lima y yo soñábamos con peregrinar a la plaza del Embarcadero en San Francisco o a Nueva York para ver en directo a nuestros ídolos. Aún no existía la barcelonesa plaza del Macba, considerada ahora como la meca mundial. Como los skaters de otras latitudes, copiábamos los trucos que veíamos en los vídeos y, gracias a que uno de mis vecinos aprendió a hacer ropa con la máquina de coser de su madre, empezamos a lucir también atuendos de moda: pantalones, camisetas y sudaderas varias tallas más grandes que la nuestra. El skate, además de tomar las calles, dictaba la estética de una tribu entonces marginal, pero que hoy se ha convertido en una tendencia. Su estética se vende ahora como las camisetas de los Ramones.
Los skaters que patinan por las calles deslizándose encima de bordillos y bancos, saltando escaleras y cayendo al suelo, porque las caídas forjan el carácter, a veces, dañan el mobiliario urbano. Sin embargo, para José María García del Monte, arquitecto y profesor de proyectos en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, que vean tantas posibilidades en calles, edificios y plazas es una demostración de la naturaleza auténtica de la ciudad.
Si uno mira los vídeos de Sevenmad, colectivo en el que participan fotógrafos, tatuadores y DJ que salen juntos a patinar, encontrará intervenciones de la policía multando a los que circulan por las calles o entre el tráfico. Las multas van de los 90 a los 200 euros.
En Sevenmad conservan ese espíritu underground por el que uno asociaba el skate con bandas como Black Flag, Hüsker Dü o Dinosaur Jr., aunque luego la música de los vídeos oscilara desde el jazz hasta el rap. Organizan exposiciones y fiestas secretas. Rogelio González, uno de sus realizadores, cuenta que entre sus proyectos figura lanzar una marca de ropa inspirada en cómo vestían sus abuelos. Para grabar usan cámaras de VHS y distorsionan las imágenes de forma analógica usando aparatos antiguos. El skate como una manifestación artística. No en vano uno de los primeros trabajos del cineasta Spike Jonze fue Video Days, grabado en 1991 para la compañía Blind en el que debutaba el actor y skater profesional Jason Lee. Al año siguiente, Virtual Reality, el vídeo de la compañía Plan B, se estrenaba en La Jolla, el Museo de Arte Contemporáneo de San Diego.
“Haz lo que quieras y pásalo bien”. No es una filosofía profunda, pero sí parte del mensaje. Eso era lo que hacía Ignacio Echeverría, el skater español asesinado por unos yihadistas el pasado mes de junio en Londres, cuando trataba de salvar a otros transeúntes usando su tabla como arma de defensa. Echeverría era un abogado que patinaba por pasión. Conozco empresarios, odontólogos, chefs, gente que no coincidiría nunca de no ser por el skate.
Donde realmente se aprende a patinar es en la calle, pero el vídeo siempre ha desempeñado un papel importante en la vida del skater. En Internet abundan los tutoriales. Felipe Bartolomé, otro miembro de Sevenmad promocionado por varias marcas, aclara que los vídeos ya no son como antes. Ya no se editan esas películas de 30 minutos que cambiaron la forma de patinar: “Hoy en día, nada más levantarte verás cincuenta vídeos de gente haciendo cosas increíbles en menos de un minuto en Instagram. No importa la dificultad del truco que se graba, sino lo que se transmite a través del estilo del vídeo. Con estilo me refiero a la forma de patinar, grabar y editar”, dice. Además, añade, un vídeo muestra la esencia de una ciudad, con tomas que no solo tienen que ver con el patín. Desde Chile se pueden conocer plazas y calles de Brasil que no están en las guías turísticas, y desde Brasil hacer lo mismo con China. Bartolomé no deja de ver chavales patinando por las calles, usando la tabla también como medio de transporte. Aunque otros grupos prefieren los skateparks. Como Antonio Gómez López, director de arte en producciones audiovisuales a punto de cumplir los 40 años, que frecuentaba Móstoles porque era el punto de reunión con sus colegas. “Ir al skatepark era lo más práctico para todos, era el pretexto para mantener los vínculos del barrio, porque patinabas, pero, sobre todo, veías a tus amigos. Pero un día el skatepark se convirtió en un aparcamiento, cemento más rentable que el invertido para la diversión de unos vecinos”.
Los chavales que patinan ahora reclaman más la calle que un parque cerrado para ellos, buscan la libertad y ese derecho a ser salvaje y feliz que todos hemos ejercido. “Skate or die” pintaba con mis amigos en nuestros skates. Patina o muere. De momento todos seguimos patinando, ninguno ha muerto, y cada día, en Los Ángeles, Seattle, California, Lima o donde sea que estén, se pasean por las mismas calles haciendo volar su imaginación. Así se mantienen vivos.
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