La tragedia del barro
Una semana después de que una lengua de tierra cayera sobre Freetown, se sigue cavando para enterrar a los 400 muertos o buscar a los 600 desaparecidos
De nuevo se sumergirán bajo la tierra. Quizás sin que sus padres o hijos o hermanos hayan visto que llegaron a salir de ella. Antes del amanecer —era lunes— una lengua de barro se deslizó de la montaña de azúcar. Así se llama, Pan de Azúcar (Sugar Loaf), el cerro cuya cima se desprendió un lunes de mediados de agosto, abatido por las fuertes lluvias sierraleonesas, cubriendo barrios, calles y hogares; atrapando centenares de sueños, males y deseos, de los que aún dormían. Y así murieron, colectivamente, algunos bajo un techo de lata, otros bajo una casa recién construida desordenadamente.
A 400 ya les han sacado del lodo, muertos, y los hoyos se preparan para acogerlos en el llamado cementerio del ébola. Está en Waterloo, a las afueras de Freetown, esa capital que nació de esclavos afroamericanos liberados, ahora convertida en marisma de fango.
Hay prisa. Las morgues están colapsadas y el riesgo de brotes de infecciones amenaza si los cuerpos se pudren y contaminan el agua. Otra vez ajetreo fúnebre a contrarreloj. Aún bajo la resaca del shock, en plena traumática confusión, no queda tiempo ni para el luto. Hay que liberar espacio y riesgo. El trabajo es arduo y monumental entre los escombros deslizantes, y los recursos escasos.
Unos cavan las fosas comunes mientras otros cavan para rescatar a algún superviviente, con picos y palas improvisados.
Los familiares buscan, sufren, sin saber ni dónde dirigir el llanto. Personas que deambulan desesperadas con una foto en la mano. Son seis centenares los que siguen desaparecidos. Puede que aún atrapados bajo el barro. O apelotonados en la morgue superpoblada. O camino a Waterloo.
Serán enterrados dos veces.
El dramatismo de Freetown. Su costa escarpada, bañada por el océano Atlántico, bajo este monte de azúcar que se deslizó. Su guerra civil de niños y diamantes (1991-2002). El castigo del ébola —el virus voraz que Occidente quiso ignorar—. Y ahora, esa maldita caricia de lodo.
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