‘La casa de la pradera’ | Vacaciones en una casa rural
Cuando ves toda la naturaleza, todo el terreno, toda la libertad vital, te da una sana envidia
Los padres que “no tenemos pueblo” cada verano tenemos que decidir un nuevo destino vacacional, que nos guste a todos y no nos deje en la indigencia.
Como urbanita, sin ser esnob ni personaje de Woody Allen, mis vacaciones ideales consisten en visitar ciudades, con sus librerías imprescindibles, cines históricos, restaurantes recomendados y museos apetecibles. Pero por mi hija ME-ADAPTO. Y elegimos pensando en lo mejor para ella.
Para que vea flora y fauna, en vez de ponerle el Discovery Channel hemos ido a una casa rural (a mí me gusta la parte de “casa”, con Wi-Fi y lavabo). La “nuestra” estaba en un pueblo del Pirineo catalán, una opción asequible en distancia y dinero, pero seguro que a menos de dos horas de vuestro hogar encontráis alguna interesante.
Allí tenían todo tipo de animales muy tiernos y nada peligrosos para que la experiencia no acabara como en Parque Jurásico: gallinas y pollitos para darles de comer, corderitos para darles el biberón, ovejas para pasear por la montaña, y patos para conducir al río y lavarlos. Un pack de mini-inmersión rural fabuloso, todo a cinco minutos de distancia de la habitación o de las tumbonas en el prado que pedían siesta a gritos.
La niña se lo pasó genial como granjera campestre y yo me relajé al segundo día en lo de lavarle las manos después de tocar a cada animal. Era una gozada ver que ninguno iba a arrancarle los ojos a picotazos y que ella podía corretear sin peligro.
Allí nos acostumbramos al silencio y a la oscuridad totales: las ovejas no escuchan reguetón y de noche solo se contemplaba la silueta de las montañas y muchas estrellas. Un recuerdo que guardaremos en nuestra memoria (porque en fotos no salía nada). Mejor pensar en la belleza natural del momento que en cómo actuaríamos si hay que llevar a la niña a urgencias a algún pueblo remoto por caminos oscuros o si un comando pasa a robar o secuestrar de madrugada.
Sus horarios eran ideales para la niña, porque se desayunaba pronto y se cenaba a las 8, con raciones pantagruélicas. Y como la familia que lo gestiona vivía justo al lado, todo era más hogareño y cercano que un hotel.
Era todo tan bucólico que empezamos a pararnos en los escaparates de las inmobiliarias de la zona para mirar precios y fabular cómo sería vivir aquí.
Cuando ves toda la naturaleza, todo el terreno, toda la libertad vital de la gente de la Casa, te da una sana envidia. Lo tienen todo, piensas. Aunque luego, para ir a comprar pan tienen que hacer 10 minutos en coche por carreteras llenas de curvas. Y allí, ni cines ni librerías ni museos. Y aunque vivan en un paraíso terrenal, han montado la casa rural porque no llegan a final de mes.
Entonces piensas que con una semana rupestre al año estamos más que contentos todos, ellos y nosotros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.