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Así es mi vida tras 18 meses bajo el yugo de la depilación láser

Esta es la experiencia en primera persona de un hombre que lucha por eliminar su boscoso vello corporal

Sean Connery interpreta a un velludo 007 en la película 'Operación trueno' (1976).
Sean Connery interpreta a un velludo 007 en la película 'Operación trueno' (1976).

Hace un año y medio decidí hacerme la depilación láser. Me explico. Ante todo, creo que la depilación ha de ser selectiva. Mi ideal estético no tiene nada que ver con el brillo pulido e imberbe de tronistas y delanteros centro. De hecho, el vello corporal nunca me ha parecido molesto en absoluto con una excepción: la espalda. Me acompleja, lo reconozco, y no es fácil de eliminar. Siendo de naturaleza hirsuta y boscosa, llevaba demasiados años alternando distintos métodos sin querer enfrentarme a lo inevitable: el láser era la única forma de simplificarme la vida. Al inicio probé la cera caliente, pero era dolorosa, me irritaba mucho la piel y, además, implicaba tener que pedir cita en una peluquería y pasarse un par de días embalsamado en aloe vera para reducir la irritación. Luego me pasé a la crema depilatoria, pero olía mal, no era del todo fácil de aplicar y era igual de duradera que la cuchilla. Esa, precisamente, fue la tercera opción: afeitado húmedo en hombros y maquinilla recortadora en la espalda. El apurado no era perfecto, pero permitía improvisar. Por eso llevaba tiempo planteándome la opción del láser. Y esta es mi historia.

Prolegómenos

Estoy dando una vuelta por un centro comercial cuando veo el cartel de un centro de depilación láser, uno de esos pertenecientes a una cadena o franquicia (ignoro el régimen de contrato exacto) que pululan en cualquier calle comercial de cualquier municipio español. Decido entrar a informarme. En realidad, es la segunda vez que pregunto. La primera escuché la información y me despedí con una sonrisa y esa leve taquicardia que experimentamos los tímidos cuando abordamos cuestiones íntimas. Sin embargo, ahora tengo el propósito de aguantar.

La sensación es algo más molesta de lo que pensaba, similar a la de una ventosa, pero seguida por un pinchazo-quemazón que resulta llevadero en la parte media de la espalda, pero bastante más molesto en la nuca o en los hombros

- Quería información sobre las tarifas de la depilación.

La señorita me mira sonriente.

- ¿Para qué zona?

Tomo aire.

- Hombros y espalda –digo mirándola fijamente para detectar hasta el más leve atisbo de sonrisa, pero es una empleada bien entrenada. No se inmuta y comienza con la explicación. El procedimiento parece fácil. Una sesión cada tres meses, de una media hora en total de duración. El único requisito es haberse rasurado previamente y utilizar durante los días precedentes una especie de loción corporal preparatoria que, como compruebo posteriormente, es un hidratante corporal reforzado con aloe vera (que cicatriza) y algunos otros activos de naturaleza misteriosa. Si quiero, puedo probar ahí mismo la técnica para comprobar que no duele. Accedo, firmo, pago (cada sesión sale a unos 35 euros), y pasamos a la prueba. Tras rasurarme unos pocos centímetros de piel con una maquinilla desechable, me aplica el terminal. Noto un efecto de ventosa y algo de calor. Nada más. Todo en orden. Parece que no dolerá.

Reservar cita para hacerme la primera sesión al día siguiente tampoco ofrece mayor problema. Hay huecos disponibles y horarios flexibles. Reservo y me voy a casa a pensar en lo que acabo de hacer.

Primera sesión

Mi cita es a primera hora, y llego levemente nervioso. De hecho, he dormido bastante mal, porque mis intentos de obtener un rasurado completo la noche anterior no han dado resultado. Me he afeitado los hombros con cuchilla (bien) y he tratado de apurar el vello de la espalda con la recortadora eléctrica (mal). Al final me he pasado media hora haciendo piruetas delante del espejo, retorciéndome como un contorsionista y desarrollando un amplio surtido de contracturas que me han impedido descansar correctamente. Cuando llego al centro, la recepcionista me hace pasar a una cabina y me indica que me desvista. Empieza el drama.

- ¿No te dijeron que había que venir rasurado?–, pregunta con un tono que, juraría, tiene algo de cabreado

- Bueno, he hecho lo que he podido… ha sido de un día para otro y he tenido que improvisar.

- ¿Pero te dijeron que vinieras rasurado?

- Sí, pero ya le digo que he hecho lo que he podido.

- Ya veo–, sentencia la esteticista–. Voy a tener que rasurarte a cuchilla, te voy a hacer daño y va a ser esto un desastre–, añade, visiblemente enfadada. Yo me callo, pero la tensión sigue creciendo. A medida que me rasura, la oigo resoplar y murmurar entre dientes. Esto no va bien, pienso. Cuando, al cabo de cinco minutos, empieza con el tratamiento láser, la cuestión empeora. El calorcito del día anterior se ha convertido en una sensación algo más molesta de lo que pensaba, similar a la de una ventosa, pero seguida por un pinchazo-quemazón que resulta llevadero en la parte media de la espalda, pero bastante más molesto en la nuca o en los hombros. En cualquier caso, es soportable. Lo que resulta más arduo son las protestas de la empleada, que vuelve a la carga.

- ¿Es que no te dijeron que tenías que rasurarte 'del todo'? –insiste. Me canso.

- Sí, pero no me he rasurado del todo. Ya está.

- ¿Tuviste que hacerlo solo?–, responde.

-Sí.

La esteticista decide que ya podemos quitar el cabezal. “Te dolerá un poco”, comenta. Le digo que no se preocupe, que tengo un umbral del dolor alto. Y empieza la tortura: en lugar de pequeños ‘disparos’, me somete a una batería de disparos agudos. Duele bastante y hago serios esfuerzos para no culebrear como un gato mojado

-¿Qué pasa? (pausa dramática) ¿Vives solo o qué?

Esto ya es demasiado. Mi respuesta (o más bien la de mi hombría lacerada y pelín humillada) es un "Sí" más alto y más claro de lo que ella espera. Se da por aludida y sigue trabajando en silencio. Yo intento no retorcerme demasiado ante los 'pinchazos'. Mejor no molestar, pienso. Al acabar, me aplica una capa de crema, me deja que me vista y sale de la cabina. Cuando salgo a la recepción, se ha convertido en otra persona que me llama por mi nombre de pila, me dice que vuelva en tres meses, recorta el cupón del bono correspondiente a la sesión del día y me sonríe mientras comprueba en mi ficha el nombre de la empleada que, el día anterior, tal vez no me informó correctamente. Drama laboral, pienso.

Segunda sesión

Han pasado tres meses desde la primera sesión y, aunque el vello ha vuelto a crecer, los efectos empiezan a ser perceptibles. Durante los primeros días, una vez pasada la irritación (que duró apenas unas horas) tuve la sensación de haberme rasurado sin más (ese clásico “efecto lija”), pero al cabo de un par de semanas los folículos empezaron a caerse y durante algunas semanas disfruté de una tierna sensación “culito de bebé” hasta que el vello empezó a crecer de nuevo.

El único imprevisto ha tenido lugar a la hora de reservar cita. En mi primera ocasión me dieron hora para el día siguiente sin problema alguno, pero cuando llamo tres meses después me dicen que todas las sesiones posteriores tienen que reservarse con un mes de antelación. Respondo que nadie me informó de aquello, y la empleada al otro lado del teléfono me ofrece la posibilidad de acudir la semana siguiente, media hora antes de que el centro abra las puertas. Acepto. Como ya voy con la lección aprendida, en esta ocasión pido ayuda y, la tarde anterior, me rasuro con algo más de detenimiento. Todo con tal de no desatar la furia de la esteticista, pienso.

La segunda sesión resulta más fácil que la primera. No por el dolor o la molestia física (que aumenta levemente a medida que incrementan progresivamente la potencia de la máquina), sino porque la esteticista que me atiende está de buen humor y, aunque tiene que retocarme con la cuchilla antes de la depilación, decide no increparme. Con el tiempo he comprobado que la mala experiencia de mi primera cita fue, posiblemente, culpa de un mal día; no he vuelto a escuchar ni un reproche, y eso que no siempre hago los deberes correctamente.

Ryan Gosling con un torso perfectamente depilado en la película 'Crazy, Stupid, Love' (2011).
Ryan Gosling con un torso perfectamente depilado en la película 'Crazy, Stupid, Love' (2011).

Tercera sesión

Todo en orden. El proceso es más breve que la otra vez, y nadie me reprende. Vuelvo a casa dolorido pero con el orgullo intacto.

Cuarta sesión

Todo igual, salvo el dolor. Me explico: la máquina de depilación láser (esta es de diodo) es un aparato grande instalado en un mueble con rueditas y del que sale una trompa –similar a la de una aspiradora– en cuyo extremo está el terminal, que es una especie de linterna (mejor llamarlo linterna que porra eléctrica) a la que se le acoplan cabezales de plástico, uno por cada usuario. Antes de proceder a la depilación propiamente dicha, la esteticista divide la zona a depilar en distintos sectores mediante líneas trazadas con un lápiz blanco similar al que se usa en cirugía. A continuación, va aplicando el terminal y dando pequeños ‘disparos’ hasta completar toda la zona.

El dolor varía en función de la zona y de la cantidad de terminaciones nerviosas: cuando pienso que hay gente que se hace esto en sus zonas íntimas, no entiendo cómo no mueren en el acto. La molestia (en teoría directamente proporcional a la efectividad) depende también de la potencia y, como descubro en esta ocasión, de la forma de aplicar el terminal.

En mi cuarta cita, la esteticista decide que cierta zona de la espalda ya está suficientemente despejada y que podemos empezar a tratarla sin cabezal. “Te dolerá un poco”, comenta, y le digo que no se preocupe, que tengo un umbral del dolor razonablemente alto. Ahí empieza la tortura: en lugar de pequeños ‘disparos’ espaciados, me somete a una batería de disparos agudos y continuos. Duele bastante, y hago serios esfuerzos para no culebrear como un gato mojado. La esteticista, sin inmutarse, me dice que es una técnica mucho más efectiva, y que con el tiempo me la aplicarán en toda la zona. Con lo bien que íbamos…

Quinta sesión

El vello va cediendo y los efectos cada vez duran más. Estoy razonablemente satisfecho con el resultado del tratamiento, y el único inconveniente es vencer la pereza que me da acudir a las sesiones. Curiosamente, en la quinta sesión volvemos al cabezal, y todo se desarrolla con una placidez reconfortante. Lo único molesto son las preguntas. A medida que avanza el proceso, las distintas esteticistas que me atienden –una distinta en casa ocasión–coinciden en sugerirme que debería depilarme más zonas. Durante esta cita, la empleada parece especialmente empeñada en hacerme cambiar de parecer.

Sospecho que las empleadas sospechan que apenas uso su loción milagrosa, porque no he adquirido ni un frasco extra desde que inicié el tratamiento. Pero no insisten demasiado en eso; en que debería depilarme más zonas, sí

–¿Y no has pensado en hacerte más zonas?

–No, el vello solo me molesta en la espalda. El resto está bien.

–Pero es que te quedaría estupendamente bien.

–¿A qué zonas te refieres?

–No sé. Yo te haría pecho. Los brazos. Las piernas, claro.

–De momento no, gracias.

–Bueno, pero te quedaría estupendamente. Créeme.

Queda claro que hoy en día todo empleado es un potencial encargado de marketing.

Sexta sesión

Sospecho que las empleadas sospechan que apenas uso su loción milagrosa preparatoria y reparadora, porque no he adquirido ni un frasco extra desde que inicié el tratamiento, hace ya un año y medio. Pero no insisten demasiado en eso; en que debería depilarme más zonas, sí. En cualquier caso, las amenazas de pasar a la temible-fase-de-la-depilación-sin-cabezal no se han cumplido y el dolor se mantiene en niveles sensatos. Los efectos se van viendo más; el vello es menos denso, tarda más en salir y muchas zonas aparecen ya totalmente despejadas incluso dos meses después de la sesión.

El progreso es lento, pero ya me advirtieron que necesitaría al menos ocho o diez sesiones para un resultado decente, seguidas por sesiones ‘de recuerdo’ una vez al año (el vello en la espalda es hormonal, y nunca se va del todo y para siempre). Lo cierto es que cada vez tardo menos que antes en rasurarme, ir a la playa o a la piscina ha dejado de ser un drama e intuyo que no volveré a cruzarme con aquella primera esteticista cabreada. O eso espero.

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