Blanco, en la fosa; Otegi, en la playa
Resulta que debemos agradecer a Arnaldo que nos haya perdonado la vida a los demás
La ejecución de Miguel Ángel Blanco nos hace recordar dónde estábamos el 12 de julio de 1997, qué hacíamos. ETA asesinaba rutinariamente, pero no todos los crímenes engendraban la misma estupefacción. Y no caben categorías en el martirologio. Ni pueden establecerse jerarquías entre un guardia civil, un juez o un niño, pero el camino de Blanco al patíbulo removió las entrañas de la sociedad a semejanza de una gran catarsis. Por eso nos acordamos de qué hacíamos. Y dónde estábamos el 12 de julio.
Hemos adquirido incluso la impresión de que el crimen de Blanco representó el principio del final. La atroz estadística etarra amontonó 62 cadáveres después de la muerte de Blanco, pero el cadáver del concejal del PP trastabilló el contador. Despacio, muy despacio, se destejía la feroz alegoría del pasamontañas y se desenmascaraba la complicidad de Herri Batasuna en la custodia de la serpiente de la paz.
Se echaron a las calles los vecinos de Ermua para represaliar con las manos blancas a los oscuros verdugos. Se removió la omertà. Se conjuró el miedo. Y llegó a estimularse la movilización de un país en su mejor dimensión ética y solidaria. Miguel Ángel Blanco nos convirtió en donantes de almas. Asumimos que ETA podía aislarse, extirparse. Emprendimos la terapia coral de los escudos humanos.
Sabemos dónde estábamos el 12 de julio. También lo sabe Arnaldo Otegi. Porque se encontraba en la playa. Disfrutaba con la familia un día de sol y de mar.
“Joder, es que no sabía que iban a matarlo ese día”, objetaba Otegi en la entrevista que concedió a Jordi Évole después de salir de prisión. ¿Y qué hizo él para evitarlo? ¿Ese día o cualquier otro? A Miguel Ángel Blanco lo mató despiadada y técnicamente el etarra Txapote, pero fue un crimen coral al que no puede sustraerse Otegi.
Resulta que debemos agradecer a Arnaldo que nos haya perdonado la vida a los demás. Y que haya abjurado del terrorismo, aunque sea, considerándolo un argumento precursor, necesario y hasta heroico en el camino de la independencia. Otegi habría asumido el tormento carcelario como el sacrificio por la libertad del pueblo. Y habría comprendido en prisión que su martirio de salón abriría el sendero hacia la independencia. Y que Miguel Ángel Blanco habría sido al cabo un episodio más de la trama libertaria, un crimen instrumental que ahora se evoca celebrando el poder institucional, rindiendo homenaje a los terroristas o resucitando los espectros de Alsasua. La paz de los sepulcros, escribía Schiller. Esa ha sido la contribución de ETA a la convivencia. Y ahora que la prisión ha hecho de Arnaldo un hombre nuevo, dignificado en él la aspiración al trono de lehendakari, tiene sentido que sus partidarios se hayan tatuado su número de preso como parodia de Mandela. Pero mejor que se lo tatúen en la nuca.
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