La alta costura desciende a la calle en París
Armani y Gaultier presentan propuestas contenidas y Valentino define una nueva silueta menos ostentosa y más realista
Giorgio Armani y Jean Paul Gaultier han confirmado este miércoles lo que Chanel y Dior habían insinuado ya: la pretaportización de la alta costura. Sobre la pasarela, menos ostentación y más realismo. Lo que en el caso de firmas como Valentino no es sinónimo de falta de imaginación.
Tradicionalmente, la fantasía del diseñador y la cuenta corriente del cliente eran los únicos límites que conocían las piezas de haute couture: creaciones elaboradas mediante exquisitas técnicas artesanales, con ricos tejidos y un precio equiparable al de un vehículo de alta gama. Prendas hechas a medida, literal y figuradamente, del 1% más rico de la población. Por encargo y con un plazo de entrega no inferior a dos meses. Representan el último escalón de la exclusividad, inmediatamente por encima del prêt-à-porter de lujo, fabricado en cadena con tallas estandarizadas y precios más accesibles (que no asequibles). Pero, a juzgar por lo visto en esta semana de la moda parisiense, la distancia que separa ambas propuestas comienza a estrecharse.
El desfile de Armani es una buena metáfora de este proceso: comenzó con unos impolutos trajes de chaqueta, primos hermanos de los que cuelgan de sus tiendas, confeccionados en unas sedas extraordinarias y con un mimado patronaje difícil de apreciar a simple vista. La parte final de su larga propuesta estuvo protagonizada por escultóricos vestidos en una revisión gótica de la vestimenta medieval. Complejos y teatrales se inspiraban, según el creador, en esa mujer misteriosa que nunca se deja ver por las calles: la compradora de alta costura.
Decir que se está produciendo un cambio de paradigma sería sensacionalista, pero sí se percibe una inclinación hacia la contención y el pragmatismo; si no en los materiales y el trabajo artesanal —que también—, sí en el diseño de ciertas prendas.
Hace ya años que Jean Paul Gaultier dejó de comercializar su línea de prêt-à-porter para centrarse en la alta costura. Y, desde entonces, en sus festivos desfiles, a caballo entre estos dos mundos, se proponen plumíferos, trajes sastre de terciopelo y leggins metalizados. A ritmo de Frozen y con Carla Bruni en primera fila.
En algunas firmas, como Valentino, esta transformación alcanza el fondo y no solo la forma. Su director creativo, Pierpaolo Piccioli, ensaya en su colección una nueva silueta para la alta costura: líneas limpias, volúmenes controlados y una aparente sencillez que esconde, como en el caso de su vestido de gazar, cachemir y visón, tres meses de trabajo. En opinión del diseñador, “el auténtico valor de la haute couture no puede ser visible”, obvio, sino discreto. Considera esta disciplina sagrada. Y digna del mayor de los respetos. Sin que ello signifique que no debe de ser cuestionada. Todo lo contrario.
Las capas caen regias sobre los hombros, los vestidos evocan sotanas y los abrigos parecen mantos ornamentales. Hierático y solemne, su trabajo reivindica la liturgia del vestir y da hoy una razón de ser a la alta costura.
El motivo de esta apuesta por la funcionalidad en detrimento de la extravagancia no está en un inédito desprecio por el exhibicionismo. Al tiempo que se celebran los desfiles, marcas como Bulgari o Dior mostraban sus colecciones de alta joyería. El mismo día de su presentación se adquirió un anillo de diamantes de Chanel valorado en tres millones de euros y la mayor parte de las piezas de Chaumet fueron reservadas.
La moda cambia cuando lo hace la sociedad. Chanel creó el traje de algodón durante la Primera Guerra Mundial porque las mujeres querían seguir pareciendo muñecas encorsetadas en su salón de té. ¿En qué circunstancias podría vestirse hoy una mujer como las ampulosas reinas guerreras que Elie Saab presentó este miércoles, con pesados vestidos de tul, aplicaciones de piedras cortadas a mano y plumas naturales? Sin duda, los diseños del libanés resultan una opción impactante para la alfombra roja o la puesta de largo de alguna princesa de un petroemirato (que, por otro lado, componen el grueso de su fiel clientela).
Quizá este cambio tenga que ver con la obsesión por la gratificación inmediata que gobierna a nuevos compradores y mercados como el chino. Consumidores que, según algunas voces críticas, no poseen la cultura de la alta costura y no están dispuestos a esperar semanas para poseer aquello que ansían. Sea como fuere, estas colecciones nunca estarán del todo sujetas a las reglas de la racionalidad. Ahí reside parte de su magia. Para muestra, un botón (surrealista): los cabezudos de felpa que Viktor & Rolf hicieron desfilar con sus cazadoras bomber reconvertidas en prendas–origami.
Alaia es otro mundo
Naomi Campbell abre el desfile. El diseñador Nicolas Ghesquière, en primera fila. Es una ocasión extraordinaria. Azzedine Alaia presenta su trabajo para el próximo otoño. Si hay un diseñador que atesore las esencias de la alta costura clásica ese es él. Vive al margen del calendario oficial: desfila cuando sus colecciones están listas. A veces cada seis meses, a veces cada dos años. Es la única forma en la que este maestro, historia viva del diseño, entiende la moda. Como algo único, que requiere sus propios tiempos: para pensar, ejecutar y adaptar cada pieza a sus clientas.
Presenta su trabajo en su atelier, situado en su propia casa, en el corazón de París. Recibe a prensa y clientas como hacían los modistos de antaño, sin grandes puestas en escena ni parafernalias. Cuando se encienden los rústicos focos brilla su obra: el abrigo es el protagonista y el corte perfecto, la consigna. De las piezas de inspiración años sesenta a las gabardinas de pitón. Y de los vestidos de punto plisados a las piezas de tul, terciopelo y teselas metálicas.
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