Siempre está Jerez
La ciudad española revela su naturaleza mágica a través del vino
Jerez revela su naturaleza mágica a través del vino. Lo supe la primera vez que entré en la penumbra de las bodegas del casco antiguo de la ciudad y me vi envuelto por los misterios que las pueblan. El aroma de las levaduras que propician los finos y lo envuelven todo, el yodo, la salinidad, las maderas centenarias, la quietud, el respeto, la humedad contenida por el albero del suelo, la ceremonia y la nostalgia. Lo recuerdo casi cada vez que me enfrento al contenido de una copa de vino, sea cual sea, no importa el rincón del mundo donde haya nacido. Jerez siempre está presente en mi memoria, dominándola al mismo tiempo con la ausencia. No es fácil cubrir la distancia con las pocas botellas que contrabandeas en las maletas en la vuelta a tu otra casa. La añoranza viene a ser el síndrome de abstinencia del bebedor de vino.
Hablo de Jerez para decir de muchos vinos y lugares reunidos en una misma idea. De Sanlúcar y de El Puerto, de los caminos que transitan entre Montilla y Moriles, de Málaga y Chipiona, de Chiclana y el Condado… De una tierra que lanzó al mundo los vinos más singulares que conozco. Disculpen la impertinencia, pero vivo convencido de que aquí nacen, se crían y se embotellan los mejores vinos del mundo. Y vuelvo a esa idea común en cada viaje por España. El último no ha hecho más que empezar y ya me tiene caminando medio palmo por encima del suelo. La grandeza del vino es que cada nuevo encuentro proporciona un hallazgo nuevo, o muchos. El descubrimiento puede ser, sin tener que ir mucho más lejos, el encuentro con el primer mágnum de fino que me pasa por delante.
Acostumbrado a un vino que escondía sus complejos en los formatos cortos de la media botella, encontrarlo servido en un envase de litro y medio es más que un descubrimiento. Este lo envasaron en Bodegas Tradición y me lo trae Valerio Carrera, sumiller de A Barra, uno de esos restaurantes que siempre merece la pena visitar. Sobre todo si te gustan los vinos generosos.
Es el principio de un viaje que acaba convertido en una aventura. Con la ayuda de un almuerzo que puede durar todo lo que haga falta, Valerio abre la puerta que protege el rincón más escondido de su cava. Hay cien etiquetas de Jerez esperando junto a una decena de vinos de Montilla y Moriles, y otras tantas que marcan el terreno de juego de los rancios del Priorato, un mundo bien cercano que se rige por reglas muy diferentes. Aparece la brava luminosidad del fino en rama, la serenidad de las manzanillas pasadas, la expresiva presencia de los amontillados, en parte sal, en parte yodo, marinos y dulces al mismo tiempo, complejos y descaradamente expresivos. También está la suprema elegancia del palo cortado. Por el camino van quedando olorosos y Pedro Ximénez, y alguna de esas creaciones mixtas que los jerezanos llevan al terreno de los vinos dulces. No tengo espacio para explicarlos. Son muchos, con naturalezas diferentes y Valerio ha decidido airear algunos nombres que ya son parte de la historia, como dos botellas de La Petenera y NPU, guardados desde el año 81, o el viejísimo oloroso del Maestro Sierra. También esa bota 32 de Navazos que es mucho más que una prueba: dejaron cinco años una bota de manzanilla ya acabada y salió una aventura que choca con todo lo establecido. Al día siguiente disfruto La Bien Pagá, una manzanilla en rama seleccionada por el actor Juan Echanove entre las botas de Delgado Zuleta.
Tres días y un viaje en AVE después, Josep Roca me lanza el desafío del palo cortado embotellado en 1986 por González Byass para celebrar el 30 aniversario del Celler de Can Roca. En su descomunal bodega guardan doscientas referencias jerezanas y me engríe sacando a pasear algunas por la mesa. El Amontillado Gaspar Florido 1/15 de Bodegas Alonso es una joya, pero el Pedro Ximénez Viejo de Osborne y Cía es un tesoro cargado de recuerdos. Por unos instantes me trae la memoria del Carta Azul de Agustín Blázquez, un mito muerto hace muchos años.
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