Solitos
Hay dos soledades: la fatal y la elegida. Contra la primera poco cabe hacer. La segunda corre peligro de extinción


La gente es sociable y suele ir con gente. Bar, restaurante, metro, fútbol, cine, teatro, vacaciones en la playa, trabajo, iglesia, puticlú, museo, concierto, banco en la plaza, terracita/gin tonic, centro de interpretación de la lagartija ibérica… la gente solemos ir con gente. A veces no. Más veces de las que parece. A veces la gente va sin gente a los sitios donde suele ir la gente. Se llaman, para entendernos, los que están solitos.
Los que están solitos lo están por una cosa o por otra: la una es la libre elección y la otra el no hay más cojones. Lo segundo viene siendo peor. Son los solitos del fatalismo: lo son y lo están sí o sí. Esto incluye al pobre diablo que va al médico a mirarse las almorranas y cosas por el estilo. Mal asunto. La soledad obligada, queremos decir. Las almorranas también llevan lo suyo. Los otros son los solitos vocacionales, me explico, los partidarios de uno de los mejores planes que quepa imaginar para huir de esta algarabía fetén, estruendosa y mogollón de sociable sobre la que hemos creído conveniente edificar nuestras sociedades, la española al menos.
La soledad puede curar si es elegida y matar si es sufrida. Para lo segundo, por desgracia, poco se puede hacer. No parecemos muy interesados en los que se han quedado atrás. Y para lo primero, hay que decir que corre peligro de extinción. Pruebe usted, pruebe. Hombre, no, en el salón de casa no. Siéntese solo en un sitio donde no haya solos. Mire a su alrededor. Pídase una copa, no digo ya saque un libro de poesía. Cene con usted mismo y disfrute de su mismidad en un lugar donde todo sea jarana, mensajitos y miraditas de reojo.
En efecto.
Le miran a usted. Sospechan.
Porque lo está.
Solito.
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