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Columna
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¡Viva el periodismo, cabrones!

Manuel Rivas

EL PERIODISMO está vivo y por eso lo matan. Por eso han asesinado a Javier Valdez Cárdenas, en Culiacán, México, poco después de salir del semanario Riodoce, con su habitual despedida: “Que Dios me bendiga”. Su compañero Óscar le respondió: “Y que además te agarre confesado”. Conversaciones de irónico exconjuro que se hacen costumbre cuando cada día vives en un llano en llamas. El último libro de Javier Valdez se titula Narcoperiodismo. Lo leí de un tirón, una noche, en Guadalajara. Ahora sé que escribía con técnica espectral. Que cuando vea un texto sobre el crimen, la impunidad y el poder en México, o en cualquier otro lado, habrá información esencial, espectral, de Javier en los espacios en blanco. Las revistas Proceso y Riodoce publican un reportaje estremecedor sobre las últimas horas de su compañero: El día que nos rompieron el corazón. Sí, nos rompieron el corazón, pero no acabarán con el periodismo, cabrones.

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El explorador y misionero escocés David Livingstone, el primer europeo que recorrió África de costa a costa, es recordado en la historia convencional por una frase que ni siquiera pronunció. La del reportero Stanley, cuando lo encontró después de una búsqueda de ocho meses: “El doctor Livingstone, supongo”. Pero Livingstone debe figurar en un lugar de honor dentro del periodismo entendido como un activismo contra la indiferencia. El 15 de julio de 1851, en Nyangwe (Congo), fue testigo de un horror más allá del horror. La masacre de la población por parte de tratantes de esclavos. Escondido, Living­stone no tenía papel ni tinta. Arrancó una página de un viejo ejemplar del London Evening Standard y escribió con zumo de baya una de las crónicas más punzantes de la historia del periodismo. En un libro excepcional, Exploradores. Cuadernos de viaje y aventura (publicado en GeoPlaneta), aparece reproducido el original y la imagen espectral que permite descifrarlo. Me asombra lo natural que resulta a la mirada. En la dictadura, fuimos adiestrados para leer entre líneas y tal vez nuestro mejor periodismo sigue siendo espectral.

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La destrucción se acelera por la falta de una memoria histórica ecológica. Sin memoria, ya no somos fiables.

El biólogo Daniel Pauly acuñó en 1995 el concepto “estándares base cambiantes” (shifting baselines), modificaciones de apariencia lenta en un ecosistema, que él utilizó para alertar sobre los niveles de tolerancia en los procesos de degradación en la naturaleza. Lo que viene a decir es tremendo: estamos ciegos ante lo que está pasando, porque nuestros estándares de medición también se han degradado. Nuestro medio ambiente se va llenando de desapariciones. La destrucción se acelera por la falta de una memoria histórica ecológica. Sin memoria, ya no somos fiables ni para los zarapitos.

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De los zarapitos y de los estándares de la memoria ecológica habla Kyo Maclear en Los pájaros, el arte y la vida (Ariel, abril de 2017). Este libro es como una redoma donde vuela y se agita la terrible belleza del mundo. En el cielo de Mimico (Toronto) todavía pueden verse las maravillosas columnas de zarapitos. Kyo se pregunta por cuánto tiempo y hace bien. No ha inutilizado su memoria para despreocuparse. No. Sabe que de este mismo cielo, y de todos, desapareció hace tan solo un siglo la paloma pasajera (Ectopistes migratorius). Estas palomas salvajes eran tan abundantes en 1860 que se veían bandadas de millones de ejemplares y un cazador podía matar 10 aves de un solo tiro: “Cincuenta años más tarde la especie había desaparecido”.

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Gonzalo, 78 años, se quedó sordo por causa de una meningitis a los cuatro años de edad. No recuerda nada de su tiempo de oyente. Ningún sonido. Vivía en la ciudad marina, al lado del antiguo matadero. Sobre las cinco de la madrugada comenzaba la matanza industrial de reses. Un amigo y vecino le explicó un día con signos desesperados que había tenido suerte. Tú puedes dormir, venía a decir. No te imaginas lo que es despertar todas las noches con los bramidos agónicos de las vacas. Gonzalo no oía los lamentos, pero al día siguiente veía el mar teñido de sangre, la aflicción de las olas por la espesura del dolor.

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“El aburrimiento es inmoral”, escribió el oceanógrafo William Beebe. Y se sumergió a mil metros de profundidad.

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