En defensa de Europa
La Unión Europea necesita una salvación y una reinvención radical. Es prioritario porque atraviesa una crisis existencial y, como enfatizó Emmanuel Macron, requiere el respaldo que antes tuvo
El peligro existencial que enfrenta la UE es, en parte, externo. La Unión está rodeada de potencias que son hostiles a lo que ella representa —la Rusia de Vladimir Putin, la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan, el Egipto de Abdel Fattah el-Sisi y los Estados Unidos que Donald Trump crearía si pudiera—.
Pero la amenaza también proviene de adentro. La UE está gobernada por tratados que, tras la crisis financiera de 2008, se volvieron sumamente irrelevantes para las condiciones que prevalecen en la eurozona. Incluso las innovaciones más simples, necesarias para hacer sostenible la moneda común, podrían introducirse solo mediante acuerdos intergubernamentales fuera de los tratados existentes. Y, como el funcionamiento de las instituciones europeas se hizo cada vez más complicado, la propia UE poco a poco se fue volviendo, en algunos sentidos, disfuncional.
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La eurozona en particular se convirtió exactamente en lo opuesto de la intención original. La UE estaba pensada para ser una asociación voluntaria de estados con ideas afines, dispuestos a renunciar a parte de su soberanía por el bien común. Después de la crisis financiera de 2008, la eurozona se transformó en un acuerdo por el cual los países acreedores dictaban términos a los países deudores que no podían cumplir con sus obligaciones. Al prescribir austeridad, los acreedores hacían que a los deudores les resultara prácticamente imposible poder cumplir con sus responsabilidades.
Si la UE sigue haciendo lo mismo de siempre, hay pocas esperanzas de que las cosas mejoren. Esa es la razón por la cual la Unión necesita reinventarse radicalmente. La estrategia vertical que utilizó Jean Monnet para lanzar la integración europea en los años 1950 llevó adelante el proceso durante mucho tiempo, antes de perder impulso. Ahora Europa necesita un esfuerzo de colaboración que combine la estrategia vertical de las instituciones de la UE con las iniciativas ascendentes necesarias para comprometer al electorado.
Consideremos el Brexit que, sin duda, resultará inmensamente perjudicial para ambas partes. Negociar la separación con Gran Bretaña desviará la atención de la UE de su propia crisis existencial, y es muy factible que las conversaciones duren más tiempo que los dos años que se proyectaron. Cinco años parece un tiempo más probable —una eternidad en política, especialmente en tiempos revolucionarios como el actual—.
Negociar la separación con Gran Bretaña desviará la atención de la UE de su propia crisis existencial
La UE debería entonces abordar las negociaciones por el Brexit con un espíritu constructivo, reconociendo la imprevisibilidad del futuro. Durante el prolongado proceso de "divorcio", el público británico podría decidir si ser parte de la UE es más atractivo que abandonarla. Pero este escenario presupone que la UE se transforme en una organización a la que otros países como Gran Bretaña quieran sumarse, y que la gente a ambos lados del Canal de la Mancha tenga un cambio de actitud.
Las posibilidades de que se cumplan ambas condiciones son escasas, pero no nulas. Esto requeriría un reconocimiento en toda la UE de que el Brexit es un paso hacia la desintegración europea —y por ende una propuesta en la que todos pierden—. Por el contrario, lograr que la UE vuelva a ser atractiva le daría a la gente, especialmente a las generaciones más jóvenes, esperanzas de un futuro mejor.
Una Europa de estas características diferiría del acuerdo actual en dos sentidos esenciales. Primero, claramente marcaría una distinción entre la UE y la eurozona. Segundo, reconocería que la eurozona está gobernada por tratados caducos, y que su gobernancia no se puede alterar porque cambiar un tratado es imposible.
Los tratados aseguran que todos los países miembro pueden sumarse al euro si se califican para ello y en el momento que así suceda. Esto ha creado una situación absurda en la que países como Suecia, Polonia y la República Checa han dejado en claro que no tienen ninguna intención de sumarse al euro y, aun así, todavía se los describe y se los trata como "preparticipantes".
El efecto no es puramente cosmético. La UE se ha convertido en una organización en la que la eurozona constituye el núcleo central y los otros miembros están relegados a una posición inferior. Esto debe cambiar. No se debe permitir que los muchos problemas no resueltos del euro destruyan a la UE.
La imposibilidad de aclarar la relación entre el euro y la UE refleja un defecto más amplio: la presunción de que varios estados miembro pueden estar avanzando a diferentes velocidades pero que todos ellos se encaminan hacia el mismo destino. En verdad, una creciente proporción de estados miembro ha rechazado explícitamente el argumento de "una unión cada vez más estrecha".
Si en vez de varias velocidades se usara la idea de varios carriles los países tendrían más opciones democráticas
Reemplazar a una Europa de "múltiples velocidades" por una Europa "de múltiples carriles" que permita a los estados miembro una variedad más amplia de opciones democráticas tendría un efecto beneficial de más amplio alcance. Como están las cosas, los estados miembro quieren reafirmar su soberanía, en lugar de ceder más soberanía. Pero si la cooperación produjera resultados positivos, las actitudes podrían mejorar y los objetivos perseguidos por coaliciones de la voluntad podrían atraer una participación universal.
Es indispensable un progreso significativo en tres áreas: desintegración territorial, ejemplificada por el Brexit; la crisis de refugiados, y la falta de un crecimiento económico adecuado. En estas tres cuestiones, Europa empieza desde una base muy baja de cooperación.
Esa base es particularmente baja cuando se trata de la crisis de refugiados, y la tendencia es hacia la baja. Europa todavía carece de una política inmigratoria integral. Cada país pretende aplicar lo que percibe como su interés nacional, trabajando muchas veces así en contra de los intereses de otros estados miembro. La canciller alemana, Angela Merkel, tenía razón: la crisis de refugiados podría destruir a la UE. Pero no debemos darnos por vencidos. Si Europa pudiera avanzar de manera significativa en cuanto a aliviar la crisis de refugiados, el impulso podría cambiar hacia una dirección positiva.
Yo creo fervientemente en el impulso. Inclusive antes de la elección de Macron, empezando por la derrota contundente del nacionalista danés Geert Wilders en las elecciones generales de Holanda en marzo, se podía percibir cómo se estaba generando un impulso que podía cambiar el proceso político vertical de la UE para mejor. Y con la victoria de Macron, el único candidato proeuropeo, estoy mucho más confiado en el resultado de la elección de Alemania en septiembre. Allí, muchas combinaciones podrían conducir a una coalición proeuropea, especialmente si el apoyo al antieuropeo y xenófobo Alternativa para Alemania continúa cayendo. Este creciente impulso proeuropeo puede entonces ser lo suficientemente fuerte como para superar la mayor amenaza: una crisis bancaria y migratoria en Italia.
Admiro la manera valiente en que los húngaros han resistido al estado mafioso que Orbán ha establecido
También me siento alentado por las iniciativas de base y espontáneas —la mayoría de ellas respaldadas principalmente por jóvenes— que vemos hoy en día. Tengo en mente el movimiento "El pulso de Europa", que comenzó en Fráncfort en noviembre y se propagó a unas 120 ciudades en todo el continente; el movimiento "Lo mejor para Gran Bretaña" en el Reino Unido; y la resistencia al Partido Ley y Justicia que está en el poder en Polonia y al partido Fidesz del primer ministro Viktor Orbán en Hungría.
La resistencia en Hungría le debe resultar tan sorprendente a Orbán como a mí. Orbán ha buscado enmarcar sus políticas como un conflicto personal conmigo, convirtiéndome en el blanco de la constante campaña de propaganda de su gobierno. Él mismo se proclama como el defensor de la soberanía húngara y a mí me cataloga como un especulador monetario que utiliza su dinero para inundar a Europa de inmigrantes ilegales como parte de algún plan vago pero perverso.
Pero la verdad es que soy el orgulloso fundador de la Universidad Centroeuropea que, después de 26 años, ha llegado a ubicarse entre las 50 mejores universidades del mundo en muchas de las ciencias sociales. Al financiar a la CEU (por su sigla en inglés), le he permitido que defendiera su libertad académica de la interferencia externa, ya sea de parte del gobierno húngaro como de cualquier otro (incluido su fundador).
He aprendido dos lecciones de esta experiencia. Primero, no alcanza con basarse en el régimen de derecho para defender a las sociedades abiertas; también hay que alzarse en favor de lo que uno cree. La CEU y los beneficiarios de mis fundaciones están haciendo eso. Su destino está en la cuerda floja. Pero confío en que su defensa decidida de la libertad académica y de la libertad de asociación finalmente ponga en movimiento las lentas ruedas de la justicia de Europa.
Segundo, he aprendido que no se puede imponer la democracia desde afuera; la gente es la que tiene que alcanzarla y defenderla. Admiro la manera valiente en que los húngaros han resistido al engaño y a la corrupción del estado mafioso que Orbán ha establecido, y me siento alentado por la respuesta enérgica de los desafíos que plantean Polonia y Hungría. Si bien el camino por delante es peligroso, claramente puedo ver en esas luchas la perspectiva de recuperación de la UE.
George Soros es presidente de Soros Fund Management y de las Fundaciones Open Society y es el autor de The Tragedy of the European Union: Disintegration or Revival?
Copyright: Project Syndicate, 2017. www.project-syndicate.org
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