Giorgio Armani nos abre su suntuoso pero racional ‘palazzo’ en Milán
En un viejo palacio del siglo XVII del barrio de Brera, el diseñador ha levantado su santuario zen con la ayuda del arquitecto Peter Marino
Giorgio Armani llega a la cita en su propia casa con un traje ligero, deportivas blancas y algo de prisa. Le acompaña Paul Lucchesi, su asistente personal desde hace 17 años, jamaicano, políglota y elegante, que encabeza a su vez un séquito igualmente sobrio y estiloso. Resulta imposible no contagiarse del respeto que infunde en ellos el jefe.
Normal. Armani es el fundador y dueño en solitario de una compañía que emplea a 10.500 personas, factura cerca de 3.000 millones de euros al año e imprime su nombre en ropa, perfumes, bombones, flores y botellas de agua. Alguien acostumbrado a recibir, aunque más que al estilo cálido de la típica hospitalidad italiana, de la manera magnánima que esperarías de quien ejerce mucho poder pero aborrece exhibirlo. Una llamada irresistiblemente seductora –y discretamente imperativa– a sumergirte en su rico universo estético.
“La casa está llena de fotos, bocetos y pinturas realizados por diferentes artistas y amigos, de Antonio López a Francesco Clemente, pasando por Herb Ritts, Bruce Weber y Richard Gere. Son testimonios de amistad”
A finales de los años setenta, en los albores de la era de los yuppies, las hombreras y otros excesos, Armani impuso una paleta de marinos, grises y beis y una silueta de hombros suaves y simpleza radical. No solo en la ropa. En los años siguientes, también en los muebles, hoteles, restaurantes y clubes nocturnos que llevan su firma y que resultan tan delicadamente disciplinados y exquisitamente monocromáticos como los trajes impecables que hoy sigue fabricando. Así es también Armani/Casa, el proyecto de diseño, arquitectura e interiorismo que lanzó en 2000 para, define, “experimentar y crear objetos y ambientes que reflejen mi filosofía estética”, y que hoy, para sorpresa tanto de la industria de la moda como de la del diseño, es un éxito planetario que incluye una espectacular tienda de más de mil metros cuadrados en el 14 de Corso Venezia, en Milán.
Y así es, claro, su hogar en la capital lombarda, uno de los nueve que tiene por el globo, un palazzo del siglo XVII de serenidad imponente donde mezcla vida y trabajo y en el que, hasta hace pocos años, presentaba cada temporada sus desfiles ante 200 elegidos.
Junto a su compañero y socio, el fallecido Sergio Galeotti, Armani se mudó aquí cuando ya era el diseñador más célebre del mundo. Corría 1982, el mismo año en el que la revista Time le dedicó su portada (solo Christian Dior, en 1957, y Pierre Cardin, en 1974, lo habían conseguido antes). El edificio había pertenecido a Franco Marinotti, dueño de la manufactura de algodón Riva, y como tantos otros en el noble barrio de Brera, estaba decorado con algunos frescos alegóricos y mitológicos, lo opuesto a la sobriedad con la que el italiano había cautivado al mundo.
El diseñador prescindió de tales distracciones (“el mundo exterior ya es demasiado complicado y exigente”, explicó entonces) y el arquitecto Giancarlo Ortelli idéo para él una atmósfera clara y despejada, de geometrías limpias y superficies pulidas, inspirada en la arquitectura romana clásica, los jardines japoneses y el Estilo Internacional.
“Todavía recuerdo cuando descubrí este lugar”, dice. “Fui poco a poco abriendo las ventanas de cada habitación y cada salón y me sentí como en casa. Siempre es así con un nuevo hogar: o es amor a primera vista o no hay ninguna conexión. Me encantó la ubicación, en una vía histórica y noble, conocida por su arte y su cultura. La casa se orienta a dos direcciones diferentes: por un lado, una calle tranquila, y por otro, un pequeño jardín donde puedo apreciar el paso de las estaciones con el cambio de colores. Desde que llegué, ni por un segundo he pensado en cambiar mi residencia en Milán”.
A finales de los años ochenta, Armani había desarrollado una afición por los interiores sutilmente lujosos, construidos sobre infinitos matices de beis, que el legendario interiorista Jean-Michel Frank creó en los treinta. Le encargó al estadounidense Peter Marino, hoy arquitecto favorito de las grandes firmas de moda, que añadiera algo de esa opulenta calidez a su santuario. “Le confié la tarea de dar forma a mis deseos para crear un hogar a mi medida. Los colores que elegí en aquel momento, como el papel de pergamino beis y negro, siguen siendo los mismos. Así como las proporciones casi zen. La escalera negra de metal que se alza hacia un estrecho techo abovedado fue creada por mi estudio de arquitectura y conduce a mi habitación favorita: un despacho en el tercer piso que es mi refugio dentro de mi refugio. Hay algo relajante y casi espiritual en una escalera que te dirige a un lugar de reflexión”.
Como ocurre con las verdaderas estrellas, Armani sabe romper con la rigidez del horario impuesto para la sesión y sacarnos del trance en el que su casa nos ha sumido con una carcajada, revelándose como un octogenario jovial, atento, curioso y extrañado de que nuestro fotógrafo apague las luces y no emplee ni un mísero flash para retratarle en su casa en una mañana tan gris.
Nos acompaña por algunos de los rincones menos transitados de los dos pisos que constituyen su verdadera residencia, como la biblioteca, una sala de cine con nueve butacas estilo primera clase de aerolínea emiratí o el comedor, por donde pululan sus gatos Angel y Mairin. “Aquí me divierto y ceno todos los días. Reúne piezas que representan momentos y lugares especiales de mi vida”, cuenta.
“Hay un gran cuadro que proviene de un antiguo cine en Piacenza, la ciudad en la que nací y crecí. Los Budas de bronce provienen de Tailandia y todas las demás piezas revelan toques del lejano oriente, que, junto con el art déco y el arte moderno, son mi mayor fuente de inspiración. Los retratos, bocetos, fotografías y pinturas han sido realizados por diferentes artistas y amigos, de Antonio López a Francesco Clemente, pasando por Herb Ritts, Bruce Weber y Richard Gere. Son testimonios de amistad y respeto mutuo que he recopilado a lo largo de los años”.
Confiese, le inquiero para finalizar, ¿secretamente le gusta lo barroco? “Sinceramente, está lejos de mi estética, pero aplicado a determinados casos o modos de vida, naturalmente estoy obligado a aceptarlo”. Y si tiene que elegir, ¿qué prefiere: feo y cómodo o bonito e incómodo? “Inexorablemente, bello e incómodo”.
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