Mirada
No hace falta acercase un monóculo convexo al ojo para ver la realidad en un ángulo distorsionado. Basta abrir los ojos
Mis viajes cotidianos en tren son largos y tediosos. Cuando tengo suerte, me quedo dormida: cachete contra ventana, jeta al sol, y un hilo de baba que empieza a perfilar mi camino inexorable hacia una senectud babosísima. Cuando tengo más de 50 emilios por responder (casi siempre) aprovecho y entro en modo de taquimecanógrafa de los años cuarenta, redactando malhumorados telegramas en mi telefonino. En las ocasiones en que trato de recordar quién fui antes de que el Ojo Mordor del Internet se apoderara de mi vida interior, saco un libro y me entrego a las cadencias de otras mentes, agradecida de que existan palabras como éstas de Vallejo: “Y a fuerza de volar en vano, / te holocaustas en ópalos dispersos / tú eres tal vez mi corazón gitano / que vaga en el azul llorando versos”.
Y cuando no traigo libro, ni sueño, ni batería en mi diabólico teléfono, saludo a mi horror vacui y me dispongo a convivir silenciosamente con la humanidad. Me concentro, entonces, en observar cómo observan los demás el mundo en torno, a tratar de adivinar lo que los demás miran desde el espacio íntimo y publico que ocupan en él, e imaginar cómo lo organizan y sopesan.
Durante años me aferré, como a un asidero inamovible, al tropo del “esperpento”, que Valle-Inclán acuñó tras reflejarse una noche, según cuenta la leyenda urbana, en los espejos cóncavos y convexos del callejón del Gato de Madrid. La idea del esperpento me sirvió largo tiempo para explicarme a mí misma, y a otros, la mirada —compleja, lateral, bizarra, sesgada— que los escritores podían aportar al mundo mediante su oficio: mirar y representar el mundo como a través de espejos que lo deforman, para así, en esa imagen deformada, dibujar los contornos de sus imperfecciones con más claridad y reflejar sus verdades incómodas con mayor lucidez.
Pero hoy en día todo es esperpento, como si hubiésemos cruzado a través de los espejos de Valle-Inclán. No hace falta acercarse un monóculo convexo al ojo para ver la realidad en un ángulo distorsionado. Basta abrir los ojos. No hace falta reproducir el mundo como pesadilla abrumadora para cuestionarlo mejor. Basta despertar y tomar un primer respiro hondo para comprobar que la araña que llevamos dentro sigue ahí, empozada en lo hondo de nuestros pechos, trenzando incansable su tela de angustia. Vivimos del lado del esperpento. Y si no queremos que el hastío nos gane, que la desidia nos gane, que la infelicidad nos gane, tenemos que volver a inventar una mirada.
En estos días no ando muy solar ni muy optimista, querido lector, querida lectora. Pero le recomiendo ampliamente al columnista de los martes.
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