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Tribuna
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La Unión Europea y el populismo

La elección de Macron es una inyección de europeísmo que hay que aprovechar, pero la UE da síntomas de cansancio y debe reaccionar. El déficit democrático y el fin de la garantía de prosperidad por estar en el club lastran a Bruselas

NICOLÁS AZNÁREZ

 La lectura en clave europea de los resultados de las presidenciales francesas no ofrece dudas. La victoria de Emmanuel Macron es una victoria del internacionalismo frente al populismo, de los cosmopolitas frente a los xenófobos, de los defensores de una Francia abierta frente a los partidarios de cerrar puertas a la inmigración y al libre comercio. Es una victoria del proyecto europeo.

Sin embargo, no supone una derrota definitiva del populismo, ni mucho menos. El número de votos cosechados ayer por el Frente Nacional no hubiera sido posible sin la insidiosa sensación de malestar que pesa sobre Europa. Lo advirtió el propio Macron hace muy pocos días: la Unión debe reformarse. De otro modo, la victoria de ayer puede no ser más que un respiro temporal.

Los síntomas de fatiga son obvios. El Reino Unido se va. El motor franco-alemán no funciona. La eurozona no ha superado plenamente la grave crisis iniciada hace casi una década. Grecia sigue intervenida. En Varsovia y Budapest, los gobernantes no respetan los valores comunes. Las respuestas a la guerra siria, a la cuestión de los refugiados y a la actitud de Rusia son decepcionantes. Un traspié en Francia hubiera puesto a la Unión en grave peligro.

Mucho se ha escrito sobre los motivos de esta situación, pero tal vez no esté de más insistir en dos. El primero es la ruptura de un viejo contrato no escrito —pero interiorizado por todos— en cuya virtud la transferencia de competencias a Bruselas debe recompensarse con crecimiento y bienestar. Nos unimos porque juntos somos más fuertes y más prósperos. De no ser así, el proyecto puede no tener sentido. Para muchos —entre ellos, parte de los menos favorecidos—, los beneficios de una unión cada vez más estrecha ya no son incuestionables. El Frente Nacional no es el único partido europeo que pinta el euro como una especie de cárcel económica y defiende la idea de abandonarlo.

Sin duda, esto no sería así sin la profunda recesión de los últimos años. Pero hay más. Durante décadas, la mera transferencia de competencias a Bruselas generaba crecimiento por las ventajas de las economías de escala. Poner nuestros recursos y nuestros mercados en común nos beneficiaba a todos. Ahora, los frutos fáciles de esta política ya se han cosechado. Los que quedan en el árbol exigen más esfuerzos y unos riesgos que no todos los Estados miembros están dispuestos a asumir.

El segundo motivo es el déficit democrático y de representación de la Unión. Muchos ciudadanos tienen la sensación de que las decisiones que les afectan se toman a sus espaldas, en comités opacos integrados por personas que no conocen y a las que no han elegido.

Los políticos europeos mantienen una relación demasiado abstracta con los electores

No es un sentimiento totalmente injustificado. Tomemos, por ejemplo, la política económica de la eurozona. De los mandos para manejarla, el monetario está en manos del Banco Central Europeo, fuera del control de las capitales, y el fiscal se divide entre la Comisión Europea, el Eurogrupo y los ministros nacionales. El resultado es que los ministros de economía controlan solo una parte de los instrumentos propios de su función: son como los conductores de los coches de las autoescuelas, que parece que conducen porque están al volante, pero en realidad están sometidos al control del instructor que va a su lado.

No es malo que sea así —a problemas europeos, respuestas europeas—, pero el inconveniente es que los ciudadanos no elegimos a esos hombres de negro que erraron el tiro al hacer frente a la crisis de la eurozona con demasiada austeridad, sino a los Gobiernos nacionales, cuyos miembros, para más inri, no tienen empacho en apuntarse los éxitos, cuando los hay, y echar la culpa de los fracasos a Bruselas.

La salida del Reino Unido encierra una lección que el resto de Europa no parece querer ver. Una de las razones de los británicos para votar a favor de la salida fue la voluntad de no someterse a normas elaboradas fuera de su país. Y no era —o no únicamente— por chovinismo. No: los británicos se sienten legítimamente orgullosos de su democracia y muy vinculados al Parlamento de Westminster a través de los diputados que les representan, a los que se dirigen con frecuencia para pedir apoyo por los motivos más variados y a los que despiden sin contemplaciones —dejando de votarles— si al término de su mandato no están satisfechos con su labor. En cambio, no se sienten vinculados a las instituciones de Bruselas, demasiado lejanas y poco transparentes, y por ello no quieren someterse a sus decisiones.

Para recuperar la ilusión, La Unión debe retomar el impulso integrador, aun a velocidades variables

No puede extrañarnos que en otros países europeos haya partidos que están ganando cada días más adeptos con argumentos parecidos. Se les puede tachar de populistas, de nacionalistas, de extremistas: da igual, ahí tienen un punto de razón. La dirección de los destinos europeos está en manos de unos políticos que mantienen una relación demasiado abstracta con los electores. Sobra tecnocracia y falta cercanía.

La integración europea ha alcanzado un punto de muy difícil retorno. El coste de renunciar a sus logros sería enorme. Pero defender el proyecto europeo con el argumento de que sin él estaríamos peor no ofrece muchas garantías de éxito. Resignarse a una arquitectura institucional incomprensible para el ciudadano medio y a unos dirigentes cuidadosamente elegidos para no hacer sombra a los gobernantes nacionales es suicida.

Para cerrar el paso al populismo necesitamos más democracia y dirigentes que conecten con los ciudadanos, con ideas para cosechar los numerosos frutos que quedan en el árbol, dirigentes de los que no se pueda decir malévolamente, como Churchill de su rival: “Llegó un taxi vacío y de él salió Clement Atlee”. Además, hay que buscar mecanismos que permitan, si no su elección directa, dotarles de más representatividad. Como se vio en la elección de Jean-Claude Juncker —aunque luego no se haya notado la diferencia por culpa del interesado—, para conseguirlo no se precisan grandes reformas.

El viejo símil de la bicicleta que no puede detenerse, so pena de perder el equilibrio, contiene un fondo de verdad. Para recuperar la ilusión, para volver a ser atractiva, la Unión debe retomar el impulso integrador, aunque sea con velocidades variables. La elección de Macron supone una inyección de europeísmo: sería necio no aprovecharla a fondo. Pero para que una mayor integración sea viable es necesario acercar los dirigentes e instituciones de Bruselas a los ciudadanos. De otro modo, el nacional populismo no dejará de crecer.

Carles Casajuana, escritor y diplomático, fue embajador en el Reino Unido. Su último libro publicado es Las leyes del castillo (notas sobre el poder).

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