La cacería de humanitarios
Lo peor no es el asesinato de cooperantes y de voluntarios. Los efectos directos de estos ataques para las comunidades son devastadores
La cacería de trabajadores humanitarios no es nueva. Hace ya 20 años, un comando ejecutó a seis miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja en el hospital Novye Atagi en Chechenia. Fueron a por ellos, un ataque deliberado, directo. Fue un año particularmente intenso para los depredadores de cooperantes, que también habían asesinado a otros tres miembros de Cruz Roja poco antes, en Burundi. No, la cacería no es nueva. Pero ahora se ha convertido en algo habitual. Tan habitual que en las primeras semanas de este año ya han sido asesinados 13 miembros de Cruz Roja y de la Media Luna Roja en diferentes países.
La modalidad para asesinar es rica y variada. En Afganistán, seis miembros de Cruz Roja fueron acribillados en un convoy humanitario. Plenamente identificado. Es decir, aquí no vale eso tan manido de 'daños colaterales' de un conflicto no resuelto.
En Nigeria, otros seis miembros de la Cruz Roja del país fueron asesinados en un bombardeo en un campo de desplazados. Por supuesto, tratar de ayudar a otras personas tiene sus riesgos, como perder la vida.
Mientras en Nigeria bombardeaban un campo de desplazados, en Siria, uno de esos mataderos que tenemos abiertos en los márgenes del mundo, seguían a lo suyo, unos y otros. Atacando y bombardeando un centro de distribución de ayuda humanitaria. Otro miembro de la Media Luna Roja Árabe Siria entregaba su vida ese día.
Estos ataques exacerban aún más el impacto de la guerra en las personas, generan más muertes y discapacidades, dan lugar a índices de enfermedades más altos, así como a mayor sufrimiento físico y mental
Digo "otro miembro" porque en Siria se ha demostrado en repetidas ocasiones un argumento de peso, más fuerte que cualquier tratado internacional o declaración de paz, que justifica plenamente estos crímenes: el insomnio permanente de fusiles y machetes. Allí, más de 60 voluntarios y voluntarias han muerto, demostrando una vez más que el ser humano perdió su apellido hace ya muchos lustros.
La mayor parte de las víctimas de esta cacería son voluntarios y voluntarias locales, esos que no aparecen casi en las estadísticas de humanitarios asesinados, pero que estaban allí antes de que desembarcasen las grandes ONG y agencias humanitarias; durante las guerras y genocidios; y que, además, seguirán allí tras la última bomba, lidiando con esos daños colaterales, que es un forma muy in de hablar de asesinatos de niños, mujeres, familias…
Y no. Lo peor no es el asesinato de cooperantes y de voluntarios. Los efectos directos de estos ataques para las comunidades son devastadores. Las poblaciones, castigadas ya por la guerra, se quedan completamente desamparadas y desatendidas.
Estos ataques exacerban aún más el impacto de la guerra en las personas, generan más muertes y discapacidades, dan lugar a índices de enfermedades más altos, así como a mayor sufrimiento físico y mental. Las consecuencias de estos actos se sentirán por décadas.
Este horror, ya asumido no va a cambiar. Los depredadores de cooperantes van a seguir a lo suyo, y nosotros sumaremos minutos de silencio. Incluso puede que lleguemos a olvidar el rostro de algunos compañeros y compañeras que se quedaron en el camino.
¿Qué hacer?
Sí, ya sabemos que estos ataques son ilegales porque se trata de acciones contra objetivos protegidos por el Derecho Humanitario (DIH), los Convenios de Ginebra y muchas resoluciones adicionales. Pero, ¿qué se puede hacer ante esta barbaridad? Al menos para reducir esta sangría.
Tenemos varias opciones, como alinear la legislación local al DIH, entrenar al personal militar, apoyar a las organizaciones sanitarias locales, transferir armas solo bajo la garantía del respeto al DIH y del personal médico, castigar las violaciones de este Derecho Humanitario…
Vale. ¿Pero qué podemos hacer ya, ahora, esta tarde? Solo veo una fórmula práctica realista, a corto plazo: mejorar aún más los protocolos de seguridad de las organizaciones humanitarias que operan en terreno, actualizarlos, revisarlos constantemente, adecuarlos a la realidad de cada momento, utilizar las nuevas tecnologías que tenemos a nuestra disposición… sin que las acciones humanitarias se vean francamente truncadas por estos procedimientos de seguridad.
En esos lugares donde todo huele a último, o a penúltimo, amén del olfato (ese no se suele estudiar en las ONG), nuestra vida puede estar además en un detalle sin importancia: cultivar exquisitamente las relaciones con las comunidades locales.
Lo siento pero, incluso con estas últimas premisas, seguiremos contando humanitarios y humanitarias asesinadas. La sordidez no tiene fronteras.
Miguel Ángel Rodríguez García es periodista y trabajador humanitario.
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