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Tribuna
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Purgatorio

Una vez descartado el infierno populista, Holanda tampoco regresará al paraíso tolerante y europeísta que conocíamos

Ignacio Molina
El líder del Partido por la Libertad, Geert Wilders, tras conocer su derrota en las elecciones de 2017.
El líder del Partido por la Libertad, Geert Wilders, tras conocer su derrota en las elecciones de 2017.REMKO DE WAAL (EFE)

Anoche, tras conocerse los sondeos a pie de urna, empezó a correr un curioso sentimiento contradictorio entre los periodistas extranjeros que cubrían las elecciones en los Países Bajos. Junto a los primeros análisis de obligado alivio por el fracaso de Geert Wilders, no podían disimular cierta contrariedad por un resultado mucho menos mediático del que se había barajado. Porque, en efecto, quién ocupa el poder en La Haya no habría merecido ni una décima parte de la cobertura internacional que se le ha prestado de no ser por la retorcida atracción que despertaba ese líder rubio de una fuerza abiertamente anti-musulmana que pretendía mantener viva la llama de los grandes éxitos de la derecha radical en 2016 (Brexit y Trump) hasta los platos fuertes de este año (Francia y Alemania). Y ahora, una vez descartado el infierno de una supuestamente imparable ola populista destinada a barrer todas las democracias occidentales, conviene subrayar que el nuevo panorama político holandés tampoco regresará a la situación de paraíso tolerante y europeísta que pareció brillar durante toda la segunda mitad del siglo XX.

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Es verdad que la suma del PVV y otras fuerzas eurófobas más pequeñas ronda solo el 15% y que quienes más suben en votos, hasta 15 puntos porcentuales, son tres partidos abiertamente pro-UE (verdes, liberales progresistas y democracia cristiana) que se aprovechan del colapso casi total de la socialdemocracia del comisario Timmermans y del presidente del Eurogrupo Dijsselbloem. Sin embargo, no se espera que el futuro gobierno –probablemente una coalición de centro-derecha que seguiría presidiendo Mark Rutte- vaya a cambiar dos grandes líneas de actuación que se han ido afirmando en los últimos años. En primer lugar, una política migratoria restrictiva tanto por lo que se refiere a nuevos flujos de llegada como a la integración de las comunidades marroquí y turca; lo que augura una convivencia complicada que puede empeorar si Erdogan sigue empeñado en las provocaciones. En segundo lugar, y por lo que se refiere al futuro de Europa, la posición holandesa mantendrá ese enfoque reticente asumido hace más de diez años, cuando se rechazó en referéndum el Tratado Constitucional.

Países Bajos es uno de los Estados fundadores pero, a diferencia de los otros cinco, no ha aportado grandes nombres a la historia de la integración ni alberga ninguna de las sedes comunitarias. Sus contribuciones son quizá menos lucidas, pero no por ello dejan de ser imprescindibles para entender la actual UE (a Johan Beyen se debe el diseño técnico de la CEE, Sicco Mansholt ideó luego la Política Agrícola Común y el presidente de Philips Wisse Dekker presionó exitosamente a mitad de los ochenta para impulsar el Mercado Interior). Hace poco otro holandés, Luuk van Middelaar, analizó de modo magistral lo que es la construcción europea a partir de la visión hoy dominante en su país: un purgatorio bruselense, lejos del cielo federalista y del infierno nacionalista. El enfoque calculador y moderadamente escéptico que ya no podrá ejercer el Reino Unido tiene sustituto. Y lo bueno es que los holandeses demostraron ayer que, a diferencia de los británicos, son pragmáticos de verdad. Sin tiros en el pie.

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