Experimento fallido en Madrid
Una participación del 7,8% no contribuye precisamente a legitimar la democracia directa
Concluida la consulta popular organizada por el Ayuntamiento de Madrid, el balance arroja numerosas dudas e interrogantes. Bien está que en un país con escasa o nula experiencia en esta materia, las autoridades incentiven la participación política. Mal hacen por tanto quienes rechazan de plano o descalifican la mera idea de la consulta. Pero igualmente nocivo resulta plantear estos mecanismos de democracia directa como alternativos o superiores a la democracia representativa.
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Democracias avanzadas como Suiza o EE UU recurren a estas consultas desde hace tiempo, demostrando que, si se cumplen determinados criterios, pueden ser útiles. Conviene pues evaluar la consulta madrileña en función de sus resultados, dejando a un lado los prejuicios ideológicos y los eslóganes partidistas. Y aquí es precisamente donde surgen las dudas y cuestiones que el equipo municipal madrileño, en lugar de felicitarse acríticamente, debería responder y sopesar antes de institucionalizar esta práctica. Una tiene que ver con las cuestiones sometidas a debate. Un refrendo tan masivo por parte de los votantes a una propuesta (en algunos casos del 92%) es una señal clara de que la pregunta es trivial o gratuita. Conviene pues tomar nota y pensar mejor sobre los objetos de la consulta.
La otra gran cuestión tiene que ver con la participación. Por muy respetables que sean los 212.000 ciudadanos que se han acercado a las urnas, una participación del 7,8% no contribuye precisamente a legitimar la democracia directa. Al contrario, como muestra el caso del parque Felipe VI, que 2.528 madrileños (apenas un 0,1% de los 2,7 millones con derecho a voto) puedan cambiar el nombre del segundo mayor parque de Madrid, muestra la fragilidad del ejercicio y lo fácil que es abrir paso a la demagogia. “El éxito rotundo” que proclama el Ayuntamiento podrá serlo en el futuro, pero solo si se reconocen los errores y se aprende de ellos.
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