En el paraíso de Corea del Norte no caben cuentos
El verdadero parque temático de nuestro tiempo no es Disneyland, sino el Parque Jurásico ideológico de Pyongyang
Kim Jong-nam sucumbió a los cantos de La Sirenita y a la simpatía de Los Aristogatos, Así, un día decidió buscar El País de Nunca Jamás abandonando el Paraíso en la Tierra que la familia de su padre había creado en Corea del Norte. Era un joven que lo tenía todo. Formaba parte del grupo más privilegiado en lo que la propaganda oficial califica como la nación más próspera, justa y envidiada del planeta. Bueno, lo tenía casi todo. Había nacido fuera del matrimonio del Amado LíderKim Jong-il y para algunas cosas los revolucionarios son muy conservadores. En cualquier caso, ¿qué mal podía hacer un viaje a Disneyland en Japón? Al fin y al cabo, el mundo de Disney es falso y de cartón piedra, reflejo del decadente capitalismo, mientras Corea del Norte es el mayor éxito histórico del socialismo real. En 2001, Kim Jong-nam, como Wendy, se encaramó al alfeizar y saltó. Su vuelo terminó hace unos días en el aeropuerto de Kuala Lumpur, cuando dos mujeres se le acercaron por la espalda y, mientras una le sujetaba la cabeza, la otra rociaba veneno en su cara. No habrá beso de princesa que lo despierte.
No nos engañemos. El hombre asesinado en Malasia no era ningún santo ni ningún luchador por la libertad de nadie. Mientras disfrutó de una infancia y juventud de privilegios, decenas de miles de sus compatriotas sufrían torturas en campos de concentración. Los satélites han revelado la existencia de al menos 12 campos de internamiento para prisioneros políticos y otra veintena de campos de reeducación. Millones de norcoreanos luchan contra el hambre sin dejar que caiga de sus labios la menor crítica hacia el sistema más despótico que hay en toda la Tierra. En Corea del Norte una sonrisa a destiempo —o una lágrima— cuestan la vida. Por su nacimiento, Kim Jong-nam tenía en el sistema de terror norcoreano muchas papeletas para ser eliminado en cualquier momento. Y encima él pensó que podía hacer cualquier cosa. Un error que en las tiranías siempre se descubre cuando es demasiado tarde.
Habría que tener presente que el verdadero parque temático de nuestro tiempo no es Disneyland sino Corea del Norte. Un Parque Jurásico ideológico donde se sufre y se muere de verdad ante la mirada, mitad fascinada mitad temerosa, de una comunidad internacional acobardada porque Kim Jong-un, el Gran Mariscal, tiene cada vez más bombas atómicas y la suficiente inestabilidad como para utilizarlas. No nos debe sorprender que haya asesinado a su hermanastro. Ni que haya dado la bienvenida a Donald Trump lanzando un misil balístico con capacidad nuclear de alcance medio.
Lo preocupante es que nadie sabe qué hacer con Corea del Norte salvo extraer lecciones de cómo no se debe actuar. Pyongyang es el perfecto ejemplo del porqué se debe evitar a toda costa la proliferación nuclear. Una vez obtenida la bomba atómica no ha habido sanciones ni estímulos que hayan apartado a sus gobernantes de una enloquecida carrera nuclear en la que cada vez se aproximan más al punto en que sus misiles podrán alcanzar EE UU. Y el final de ese cuento no va a ser precisamente feliz.
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