El mimo español más famoso del mundo
Carlos Martínez lleva 35 años triunfando en los escenarios y le entristece que en España casi nadie le conozca
El mimo español más famoso del mundo nació con 12 años. Corría 1967 y a Carlos Martínez (Pravia, 1955) le dio por apuntarse al grupo de teatro de su barrio de Barcelona. Ahí empezó una carrera que le ha llevado por teatros de Ámérica, África, Europa y Asia. Hoy, con 62, responde por teléfono horas antes de subirse a un avión que le llevará de nuevo a los escenarios.
Pregunta: 35 años viviendo del silencio.
Respuesta: Sí, (ríe), nosotros nos hablamos en silencio. Llevo todo ese tiempo trabajando y viviendo de mimo, pero nadie se ha enterado. Estudié interpretación mientras trabajaba de mecánico en Barcelona. Me especialicé en mimo, y así llevo 35 años. Mi salto internacional empezó gracias a un empresario que me vio actuar en un hotel de Holanda. Un grupo estaba contando chistes en inglés y, como no sabía el idioma pero quería participar, me subí e hice de mimo. Al terminar, se acercó y me dijo: “Quiero que vengas a Alemania a trabajar conmigo”.
"Estudié interpretación mientras trabajaba de mecánico en Barcelona. Me especialicé en mimo, y así llevo 35 años"
P: ¿Qué es un mimo?
R: La gente no sabe lo que es y eso despista mucho. Existe mucha confusión con el significado del término. Muchas veces se considera mimo al payaso de un circo o a una estatua que está en la calle, y no lo es. No solo tocamos paredes invisibles, el mimo es un actor por encima de todo, apelamos a la imaginación del público. En mi caso, por ejemplo, no suelo trabajar con ningún objeto real porque creo mucho en los objetos imaginarios del escenario.
P: Los de España los pisa poco.
R: La profesión de mimo no está bien valorada en España por ignorancia. No hago giras aquí porque no me pagan. Hay empresarios que te dicen que actúes gratis porque así tienes más oportunidades laborales. Me niego. Llevo 35 años siendo mimo, si alguien no se fía de mi curriculum, tampoco se va a fiar de mí. Esto pasa mucho en España y muy poco en el extranjero. Por eso trabajo más en Alemania, Suiza, Estados Unidos, China, Jordania, Suiza, Sudáfrica, Canadá, Chile…
P: Y como no habla, le entienden perfectamente.
R: En cualquier país, (se ríe). Claro, uno no tiene que ser músico para apreciar la música, ni pintor para apreciar un cuadro. Creo en el mimo como algo universal, algo que conecte a la sociedad con el ser humano y con las emociones. No me considero cómico, pero hago reír y soñar. El lado artístico de un mimo va mucho más allá de pintarse la cara.
P: ¿Cómo es ese momento?
R: Me maquillo como homenaje a Marcel Marceau, el mejor mimo de la historia. Siempre salgo al escenario vestido de negro con los guantes y el rostro de blanco. Lo único que llevo rojo son los labios, pero muy poquito, casi ni se nota.
P: Muy purista.
R: Soy un defensor del mimo clásico. Quiero devolver la dignidad al mimo porque parece que somos el hermano menor del teatro y no, yo quiero elevar esta profesión a los altares.
P: De hecho, la enseña.
R: Sí, doy clases donde me llaman. Hace poco estuve en Alemania y en Suiza, pero también enseño a entidades, a escuelas. Y a payasos, a arquitectos, a médicos, a pilotos... vienen para que les enseñe la comunicación no verbal, el mundo del mimo, el silencio: la puesta en escena sin palabras.
P: Usted vive de su trabajo, ¿cómo ve la profesión?, ¿hay futuro?
R: Cada vez que un niño me ve actuar los papás me dicen: “Mi hijo me ha dicho que quiere ser mimo cuando sea mayor”. Me alegra formar parte de la ilusión que tienen los niños, eso es un regalo del alma. Yo soy actor porque vi a un actor. Tengo a muchos colegas que viven de la televisión y me cuentan que en España está muy complicado vivir siendo un actor, que tienen que trabajar de camareros o de taxistas para sobrevivir. Muy triste.
P: Lleva ocho espectáculos a lo largo de su carrera, ¿cómo piensa sus obras?
R: Empiezo unas ideas y cuando veo que las tengo avanzadas se las paso a mi director escénico. Creo que en el escenario siempre tiene que haber una buena dirección, no solo un buen actor. Las historias son propias, salvo cuando me piden algo por encargo, como el que hice para la Cruz Roja. Hago todo tipo de temáticas: agua, la Biblia, los Derechos Humanos… Normalmente un espectáculo mío son 70 minutos, pero cuando voy a países que hacen descansos en sus teatros alargo a 90.
P: Hace poco estuvo con los refugiados.
R: Sí, me llaman muchos ayuntamientos para ir y hacerles reír. La última vez fue en diciembre, en Austria. Me gusta aportar mi granito de arena. Estos ayuntamientos también les dan de comer, ¿pero qué les dan para el alma? Mimo. Ese momento de felicidad que le das a un refugiado lo valora como si fuese un tesoro. También he trabajado en cárceles de Milán. Al terminar muchos presos me pedían autógrafos. Los guardan como si fueran postales, dicen que cuando lo miran recuerdan mi actuación y desconectan. La situación de estos ciudadanos es un drama tremendo, de alguna manera los refugiados están siendo tratados como si estuvieran en una cárcel.
P: ¿Su familia qué le dice ante tanto viaje?
R: Aunque estoy casi todo el tiempo fuera, mi residencia está en Barcelona. Aquí vive mi hijo, de 33 años. Mi mujer me acompaña en el 99% de mis viajes. Ella es mi relaciones públicas y nos ayudamos mutuamente.
P: Tendrán muchas anécdotas…
R: Cuando voy al extranjero bajo el volumen del televisor de los hoteles y me fijo en los gestos. Uno tiende a pensar que solo hay comunicación cuando hay palabra y no es así. Hay que valorar más los silencios y los gestos. Una pareja enamorada dándose un abrazo en la calle es un espectáculo gratuito. Tenemos que aprender a observar. El otro día me dijo una señora en Alemania que le dolía la mandíbula de la risa. Y lo decía en serio. Ella fue al dentista y le recomendaron que no se riera. ¿Y qué hizo? Ir a ver mimo, pensando que los mimos no hacemos reír. A ver ahora qué le dice el dentista… (se ríe).
Babelia
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